miércoles, 10 de septiembre de 2014

"Poesía eres tú" de Pepa de Vicente


Gustavo Adolfo Bécquer sabía una cosa o dos sobre fantasmas. ¿Cómo? Preguntaréis. Bueno, esa es una pregunta sencilla: porque llevaba muchos, muchos años siendo uno.

Sabía, por ejemplo, que las leyendas de fantasmas que se aparecen en lugares tétricos y oscuros no son ciertas. Primero, porque ningún fantasma había conseguido nunca aparecerse ante ningún vivo, y aunque este hecho le fue difícil de aceptar al principio, terminó adaptándose a él como cualquier otro fantasma. Y, segundo, porque personalmente, él prefería andar por las calles abarrotadas de gente a pleno mediodía, o acercarse curioso a las ruidosas sobremesas que se organizaban en las terrazas durante las tardes más calurosas del verano antes que estar en algún lugar tétrico y oscuro.

También sabía que la creencia de que los fantasmas odiaban a los vivos no era cierta. Es más, la mayoría de fantasmas con los que el antiguo poeta se había cruzado eran bastante más felices estando muertos de lo que nunca habían sido estando vivos. El grueso de los espíritus ni siquiera pensaba que los vivos tuvieran algo envidiable por lo que odiarles.

Bécquer era una curiosa excepción de esta regla.

No es que odiara a los vivos, no. ¿Cómo podría, cuando él mismo había estado vivo una vez? No, lo que sentía el antiguo poeta era fascinación por una cosa absurda y esencial que poseían los vivos. El sonido.
Porque no. Los muertos no hablan.

No sólo no hablan, sino que no pueden emitir ningún ruido. Después de todo, hablar es pasar aire por unos filamentos presentes en la garganta al respirar, y los muertos no respiran. Ni respiran, ni tosen, ni gimen, ni susurran, ni hablan.
Los muertos escuchan.

Y a Gustavo Adolfo Bécquer le encantaba escuchar.

Lo descubrió un día de mayo. Por alguna razón, estaba en una biblioteca. El poeta recordaba haber entrado una vez, y recordaba haber salido aquel día, pero no podría especificar el tiempo que había estado allí dentro. Si le preguntaran, diría que se perdió entre las letras. Esa es otra cosa curiosa sobre los fantasmas; para ellos, el tiempo pasa de la misma manera que para las personas. Un día es un día. Un año un año. Pero como ellos no tienen ese agobio constante que es la sensación de tener que aprovechar el tiempo mientras aún dure, se lo toman todo con mucha más calma.

Cuando uno está muerto tiene todo el tiempo del mundo.

Pero quiso el destino o el azar que un día, estando perdido entre las páginas de algún volumen modernista, el joven fantasma levantó la cabeza un sólo instante, y llegaron a sus oídos las primeras palabras que estos habían escuchado en mucho, mucho tiempo.

Y aquello le hizo recordar por qué él, a pesar de amar la palabra escrita, jamás escribió ninguna de sus palabras.

Si lo intentase explicar ahora, diría que ni siquiera recuerda cuáles fueron aquellas palabras. Y, por hermoso que fuera que mintiera, y en realidad guardara en lo más profundo de su mente las palabras que le hicieron recordar su amor al arte, lo cierto es que no mentiría. El fantasma no podía recordar ni siquiera la idea que querían transmitir aquellas palabras que escuchó una vez entre los estantes de una biblioteca. Pero recordaba el sonido. 

Desde entonces, el fantasma del poeta no había vuelto a pisar un lugar silencioso.

La historia podría haber acabado así, como acaban las buenas historias. 

Pero no lo hizo. Porque la historia comenzó a partir de ahí.

El fantasma que descubrió que amaba el sonido caminaba por plazoletas, calles y se colaba en tiendas atestadas. Se deslizaba por parques infantiles, se quedaba a escuchar contiendas entre vecinos y nunca perdía la oportunidad de acechar aquellos cada vez más y más populares clubes nocturnos cuya entrada estaba siempre llena de jóvenes, música y confesiones tenebrosas.

Sí, durante muchos años, Bécquer se vio arrastrado en un torbellino de sonido, un tornado que lo arrastraba de un lugar a otro sin orden, criterio ni ambición alguna, más que la de escuchar a los vivos hacer uso de su voz. Y durante todo aquel tiempo, el poeta estuvo seguro de que no había nada más en la tierra que él pudiera necesitar.

Entonces apareció él.

Bécquer le escuchó antes de verlo. Bajaba una plaza de camino al centro de Madrid, cuando escuchó una voz. Una voz que sobresalía de las demás. Una voz que estaba recitando sus palabras.
Hacía mucho que el fantasma no escuchaba sus propias palabras.

Como a todos los artistas, sus viejas palabras le sonaron torpes, baratas y de aficionado. Se rio de sí mismo por haber dicho nunca algo así. Y, sin embargo, cuando el siguiente verso llegó a lo que un día fueron sus orejas; grandes, reales y materiales, cualquier pensamiento sobre sí mismo le abandonó.

Allí, tumbado sobre el borde de la fuente que adornaba la plaza, un muchacho con el pelo castaño como el tronco de los Robles sostenía un cuadernito de poesía. Y, letra a letra, daba sentido a las palabras de Bécquer. No las leía, como ya había escuchado hacer el poeta antes. Oh sí, el joven muerto había visto y oído a mucha gente interpretando sus palabras. Había escuchado a jóvenes promesas, actores consumados e incluso a algún aficionado que recitaba en voz alta por obligación, declamar la gran mayoría de sus obras. Pero hacía mucho tiempo que no las sentía como suyas. Hasta aquel día de julio, cuando el calor abrasaba y la gente se escondía en sombras escuálidas, en que aquel muchacho de la fuente hizo vibrar a un muerto con su voz.

La historia podría haber acabado así, desde luego. Pero tampoco lo hizo, porque Bécquer no pudo resistir la curiosidad y se acercó al chico que, desafiando al termómetro una buena tarde de principios de julio, leía a pleno sol con un pie metido en la fuente como una única defensa contra el calor.

El fantasma casi se decepcionó al acercarse y ver que el libro que sostenía el muchacho no era sólo sobre sus obras. Había más poemas, muchos más de los que el nunca había escrito. Pero aquello no le desanimó del todo, no tras darse cuenta de que el muchacho solo leía en voz alta los suyos. 

Tal vez porque los encontraba más cortos. Tal vez porque los encontraba más puros.
El muerto nunca lo supo.

Pero, desde aquel día, el fantasma adoptó al chico, y lo nombró como suyo. Y acudía a la plaza cada día, sin omitir ninguno. Era como un ritual. El muchacho llegaba, se sentaba en el borde de la fuente, y leía, sin saber que el fantasma del poeta se acuclillaba a su lado cada tarde, hechizado por su voz. 

A veces cerraba los ojos, para no dejar que nada le distrajera del lento subir y bajar de las letras abandonando la boca del joven. 

Otras veces, le miraba.

Y por aquel entonces, el muerto descubrió que sí había algo que le gustaba más que escuchar a su muchacho: mirarle.

Adoraba la forma en que sus grandes ojos marrones brillaban cuando encontraban una frase que le gustaba más que el resto. La manera en la que cogía aquella cosa que intentaba ser una pluma de plástico con la que anotaba en los márgenes del libro y subrayaba las frases más hermosas. Sus suspiros, largos y tensos, como si no estuviera muy seguro de lo que estaba haciendo. La media sonrisa que cruzaba su cara y la expresión de su rostro al cerrar los ojos, haciendo un ruido satisfecho cuando la brisa aliviaba un poco del sofoco de la tarde, colándose entre su pelo.

Cada día que pasaba, el fantasma acudía, y le miraba. Las camisetas claras, los zapatos cerrados, los labios finos, las líneas de su rostro, su piel morena, tersa, y probablemente tan suave que al muerto le dolía el alma con el ansia de tocarla y comprobar como de acertada era su imaginación.

Ni siquiera hoy tiene claro cuándo dejó de mirar al chico, y cuándo empezó a admirarlo. Cuándo empezaron sus dedos a temblar cada vez que lo veía, queriendo escribir mil y un poemas sobre su risa, sus manos y sus labios. Porque todas aquellas cosas merecían  su culto, porque su misma forma de moverse le gritaba "poesía" al poeta con tanta fuerza, que se le metía en los huesos y le subía por la columna con el ritmo de un tambor que hacía latir su viejo y muerto corazón al ritmo de la respiración de aquel chico castaño.
Ni siquiera hoy tiene claro cuando se enamoró de él. Su chico sin nombre. Su poema sin título.

Pero pasó, como pasan las cosas que pasan en la vida, lentamente, y después con tanta fuerza que piensas que, en realidad, siempre estuvieron ahí.

Probablemente, el día más feliz que el espectro recuerde sea el día en que su Poema sacó un lápiz para escribir sus propias palabras.

No eran grandes palabras. No lo fueron entonces, aquel primer día, ni ninguno después de ese. Las palabras propias no fluían de su boca como un río, ni siquiera como un río pequeñito. El adorado Poema del fantasma se cortaba, calculaba mal los tiempos y hacía que sus sentimientos sonasen forzados y hoscos. Mataba cada verso con rimas obvias, o directamente los asesinaba con florituras y palabras demasiado grandilocuentes para ser expresadas con el corazón. Lo que su pobre Poema no entendía, terminó por aceptar el fantasma, es que la poesía que se busca crear no es poesía. La poesía no era algo que se pudiera hacer, como intentaba su pequeño muchacho. La poesía existía, y nada más.

Poesía, era la forma en que sus labios se torcían con decepción cada vez que odiaba una frase que había escrito.

Poesía era la forma el que los endebles músculos de su espalda se movían bajo su piel cada vez que arrancaba una página y la lanzaba lejos de sí, como si quisiera espantar a los demonios que le robaban la inspiración.

Poesía era la forma en la sus ojos cambiaban de color, aclarándose en las esquinas cada vez que sus las pequeñas lágrimas de la rabia acudían a sus ojos.

Eso era poesía.

Pero poesía también era la manera en que su sonrisa podía aveces hacer palidecer el sol, esta mucho más cálida y necesitada que la gran esfera.

Poesía era también la forma en que su pelo se disparaba desordenado hacia el cielo, como si nunca fuera a rendirse en su empeño por rozarlo.

Poesía era la expresión de su rostro cuando estaba apunto de dar con la palabra correcta, las letras de la armonía justo en la punta de su lengua.

Eso era verdadera poesía. Cosas que ocurren dentro, fuera y alrededor del mundo. Aquel muchacho era poesía andante. Un poema vivo. Y aunque el poeta muerto sabía que no podía hacer entender a su amado a coger la poesía y hacerla visible al resto, si podía enseñárselo.

Porque, al contrario que muchas leyendas, los muertos no pueden hacerse tangibles, pero los muertos son viento.

La primera palabra que el poeta le regaló a su Poema fue "tú".
Era un recorte que había encontrado tirado cerca de una alcantarilla. En él, una mujer salía andando por la calle con unos zapatos de vértigo. Había varias letras, pero las que estaban escritas de manera más hermosa, eran la T y la U. Quiso que él entendiera que así lo veía el fantasma, la hermosura que resaltaba por encima del resto de bellezas, en aquel mundo que se había convertido en un extraño para todos. Hizo bajar el recorte por toda la calle, dando vueltas y loopings en el aire, hasta que por fin llego a la plaza donde su poesía le esperaba. Dejó el recorte a sus pies, agotado y orgulloso, esperando a que sus ojos se posaran en el. 

Pero no lo hicieron. Su querido poema ni siquiera movió una pestaña cuando el papel le golpeó la pierna. Mantuvo la vista concentrada en su libreta, demasiado concentrado para prestarle atención. El fantasma hizo lo único que se le ocurrió: elevó el recorte hasta estampárselo en la cara.
Aún así, el muchacho no entendió el significado del recorte, y Bécquer decidió que tal vez debería ser más directo.

Pasó muchos días de aquel verano sentado a los pies de su poema, intentando encontrar la manera de mostrarle al chico lo que quería decir.
Y un día, pasó por casualidad.

El muchacho intentaba escribir sobre amor, por supuesto. Y, a ojos del poeta, fracasaba, como siempre. 

El muerto recorrió la plaza con la vista, y allí, apartados, vio a un grupo de pajarillos, picoteando las migas de pan que se escapaba del plato de un niño pequeño, quien, al verlos, abrió los ojos como platos y sonrió. El fantasma los observó, y quiso decirle al chico que aquello, aquello era amor. Por alguna razón, un pequeño golpe de viento sopló en la dirección correcta, y el muchacho levantó los ojos.

Así, la segunda palabra que el poeta le regaló a su poema fue "volar".

Cuando los labios del chico esbozaron la palabra, el fantasma decidió que le buscaría tantas palabras como árboles había en el mundo, y que haría que las escribiera todas, para mostrarle cada día lo que significaba para él.

A esa segunda palabra, le siguieron muchas. Cientos. Miles. El poeta señalaba escenas, escenas llenas de poesía, y su poema particular sacaba una palabra. No siempre la acertada, no siempre la que el fantasma hubiera usado, porque, ¡Oh, cuántas palabras se perdían entre la mente y el papel! ¡Cuántas se quedaban, quedaron y quedarán justo a la altura del codo, cayendo en un pozo tan oscuro que parece que nunca vayan a salir! 
Pero las palabras del muchacho, aquellas que se deslizaban por el brazo y llegaban a buen puerto hasta ser trazadas en papel, eran tan reales y verdaderas como cualquier otra palabra que se haya dicho nunca. 

Y con cada palabra, el poeta intentaba explicarle a su poema que era la poesía. Que era el amor.

Y así, poeta y poema rellenaron un libro. 

Un tarde de finales de agosto, el poeta consiguió que su poema escribiera la última palabra de una frase casi tan hermosa como su sonrisa. Por fin, el fantasma pudo escuchar a su adorado poema pronunciar la primera palabra que jamás le regaló. Y lo hizo con tanto anhelo, con tanta razón, que el poeta casi no pudo soportar el deseo de besar sus labios. Pero resistió, y se odió por ello. Y decidió que al día siguiente lo intentaría. Intentaría aparecerse ante él. Le diría que todos los poemas del libro eran un regalo, para él. Y entonces, sí, entonces le besaría. Y el poeta pasó allí, en aquella plaza, toda la noche. Imaginando una y otra vez el sabor de los labios del joven y el sonido de su risa resonando en sus oídos.

Al día siguiente, el muchacho no volvió. Bécquer esperó todo el día, y después toda la noche. Y él no apareció.

No volvió a verlo hasta una semana después. Y entonces no iba solo. 

El fantasma distinguió su pelo mucho antes de entrar en la plaza. Podría haber reconocido cualquier parte de él en cualquier sitio. Lo que no reconocía era a la chica que se sentaba frente a él.

Era hermosa. No demasiado, no en exceso. Si hubiera tenido que describirla en una sola palabra, esa habría sido juventud. Cabellos color carbón y ojos oscuros, rasgos femeninos y delicados. El fantasma no se atrevió a mirar a su poema, por miedo a verla a ella reflejada en sus ojos.

Fue por boca de ella que se enteró el muerto de que todas aquellas horas muertas en la plaza, leyendo y empapándose de poesía, todos aquellos días, escribiendo un libro con todo lo que significaba la poesía, habían sido para ella. Ese libro, había sido el regalo que su poema le había dado a aquella chica para declararse. 

Ella, por supuesto, le besó. 

Y aunque los muertos no odian a los vivos, en el momento en que su poema le devolvió el beso, llenándolo con todo aquello que el poeta amaba de él, sorpresa, pasión, alegría, ambición... el fantasma sintió cómo la propia poesía se escapaba de entre sus dedos. Y odió a aquella chica. La odió con un odio tan intenso, que si su rabia y dolor hubiera sido algo tan mundano y tangible como el agua, habría inundado mil ciudades y sepultado mil reinos enteros. Pero como no lo era, aquella pareja solo notó una ligera brisa.

La odió, y la maldijo. Y aún la odia, y aún la maldice, por enseñarle lo estúpido que fue una vez al enamorarse de estar vivo.


sábado, 26 de abril de 2014

"Invasión" de Álvaro Salcedo

Oí un ruido que me dejó aturdido durante unos segundos angustiosos. Sin dudarlo, salí corriendo de mi casa y al llegar a la calle, la sorpresa había sido mayúscula. Justo delante de mi casa había un enorme barco de más de 40 metros de eslora. Era impresionante. Tenía ganas de quitarme la vida, pero no lo hice porque de una de las chimeneas empezó a salir una gran nube de humo de colores fosforitos. Pensaba que estaba flipando. Tuve que pellizcarme para comprobar que no era un sueño. Gracias al dolor pude comprobar, mirando hacia atrás, que si no era un sueño, me tenían que haber drogado o algo parecido. No lo he dicho, pero al mirar hacia atrás, mi casa había desaparecido y una gran masa de seres de colores venían hacia mí. Claramente había desayunado algo fuera de lo normal.
Sigo en esta especie de vida paralela. Los bichos de colores me han dado un coche y me han hecho destrozarlo contra el barco. Ahora, tengo hambre. Necesito comer. Necesito comerme una persona. Una sabrosa persona. Pero en este mundo la única persona que hay soy yo.

AL PARECER ESTABAN PROBANDO CONMIGO UNA NUEVA DROGA. AHORA, ESTOY DORMIDO PORQUE ME ESTÁN REGENERANDO EL BRAZO QUE SIN DOLOR ALGUNO ME COMÍ. SI LA OPERACiÓN NO SALE BIEN, MORIRÉ. 

martes, 1 de abril de 2014

Texto enviado por Inés García al Concurso Literario

Eran las tres de la madrugada. La melodía del teléfono móvil me despertó de repente. A duras penas distinguí el nombre de quien osaba molestarme a una hora tan impropia. El sobresalto fue mayúsculo. En el display pude leer claramente un nombre: MIGUELITO. La cosa podía haber quedado en una broma de mal gusto por parte de un graciosillo, si no hubiera sido porque Miguel había desaparecido en una zodiac frente a las costas mauritanas dos años antes.
Al pensar en él, sentí una punzada de dolor en el pecho. Las últimas palabras que le dije fueron: “¡No vuelvas a venir aquí! ¡Te odio!” Le dije que le odiaba, y solo supe cuánto le amaba cuando me llamó su madre para contarme la noticia: unos piratas lo habían secuestrado cuando esperaba en la playa a que fuese la hora de volar a Uganda.
-¿Quién era?- murmuró Fran, aún dormido.
-Nadie, sigue durmiendo.
Él me abrazó, y no fui consciente de nada más. Precisamente por el secuestro de Miguel, conocí a Fran. Me quedé dormida gracias al respirar rítmico de mi chico, pensando en lo afortunada que había sido encontrándole y sintiéndome culpable por haber remplazado a Miguel.

Cuando desperté, no recordaba qué había ocurrido por la noche. Eran las siete y media, y mi primera clase empezaba a las 8. Salté de la cama y me vestí precipitadamente. Mientras me calzaba las botas, Fran se despertó, y dijo:
-¿A dónde vas?
-A clase, ¿a dónde voy a ir si no?
-¿Pero hoy no es lunes?
-Sí, claro… ¡Oh! - me acordé. La facultad estaba cerrada hasta el miércoles debido a un accidente en el laboratorio principal. Por esa razón, ese lunes sólo tenía Historia de la química a las 12 y Matemáticas a las 2. Y Fran, tan controlador como siempre, lo sabía.
-¿Quieres ir a tomar algo a la plaza? Invito yo.

Cogimos el autobús número 4, y en cinco minutos comía un sándwich vegetal en una mesa de la plaza. Fran se quejaba de lo caro que era todo, de lo difícil de sus clases y de lo mucho que hacía que no le daban un día libre en la tienda, pero yo no le escuchaba. Miraba las personas que se encontraban a nuestro alrededor. Otros universitarios como nosotros, que también habían tenido la idea de venir aquí, paseaban; algunos adolescentes que se habían escapado del instituto fumaban junto a la fuente; unos señores mayores caminaban lentamente… Y entonces lo vi a él.

No sabía qué me había empujado a venir aquí, pero allí estaba ella, tan encantadora como siempre. Un chico sentado a su lado parecía contarle algo, pero ella no le prestaba atención. Observaba a la gente que la rodeaba, y parecía que buscaba algo. De repente, me di cuenta de que estaba caminando en su dirección, y mi cuerpo no respondía ante mi deseo de parar. No sabía qué le diría, ni qué me diría ella a mí. La última vez que la vi, estaba realmente enfadada. Sin previo aviso, sus ojos se clavaron en mí, y su boca adquirió una expresión de susto. Tras unos segundos de indecisión, se levantó y empezó a correr en mi dirección. Yo también corría, dejando de lado esos pocos metros que nos separaban, hasta que nos fundimos en un abrazo y el mundo se para. No puedo decir cuánto tiempo estuvimos así. Un sollozo surge de su garganta, así como una lágrima se desliza por mi mejilla. Tras un rato, mis palabras hacen coro con su voz, y decimos:

-Lo siento.

martes, 25 de marzo de 2014

"Infancia" de Ana Baratas

Eso sí que eran buenos tiempos. Nuestras mayores preocupaciones eran, por ejemplo, no saber en qué esquina del folio dibujar el Sol. Celebrar nuestros cumpleaños a lo grande, dormirnos en el sofá y despertarnos en la cama, los punzones que utilizábamos para recortar nuestras obras de arte...
Las pocas heridas que teníamos estaban en las rodillas, no en el corazón, ¿y qué me decís de dormir nueve preciosas horas y no tener exámenes? Cualquiera diría que fue ayer, pero míranos, cada vez crecemos más rápido y el tiempo pasa sin darnos cuenta. Lo peor que podía pasarnos era que no nos gustase mucho el regalo del Happy Meal, no teníamos que preocuparnos de ningún problema ya que no teníamos, y como bien dicen, mayor es tu felicidad cuanto mayor es tu ignorancia. Ser siempre el centro de atención en las comidas familiares era más que una rutina, y esos enfados tontos por no querer comernos las verduras nunca cesaban. 
La inflexible amistad que podíamos tener con nuestros amigos mejor ni mencionarla; pasarse los recreos jugando con los famosos tazos siempre era nuestra mejor opción, pero sin olvidarnos de que en casa nos esperaba el cuardernillo de Rubio como tarea. Y aun así, ahora hemos llegado comprender del todo por qué Peter Pan no quería crecer. ¿Qué ha sido de las tizas y de esperar con ansia a los Reyes Magos? Eso sí que eran buenos tiempos.

jueves, 13 de marzo de 2014

"La esquina doblada" de Belén de Sebastián

Era una tarde de invierno, estaba en mi cuarto, sola y como siempre decidí tumbarme en la cama a escuchar música. Después de unas cuantas canciones llegó mi canción favorita, esa que me hace pensar en todo, y sin querer empecé a pensar en él.
Empecé a pensar en sus ojos, sí,  esos que me podía pasar horas y horas mirándolos sin cansarme, ese marrón oscuro que tanto le pega; luego pensé en su sonrisa y en todas aquellas veces en las que me había quedado hipnotizada por ella, su forma de ser, la forma en la que me pedía perdón, cuando me picaba o cuando me decía "venga boba, que para mí eres la única". Se formó de nuevo ese nudo en la garganta y sentí cómo empezaban a resbalar las lágrimas por mis mejillas. Seguí pensando en todos esos momentos a su lado, todas esas tardes que pasábamos juntos. Sí, pasábamos. Después de recordar todo esto, pensé: Le sigues queriendo, no te lo niegues. Intentando pasar página, escribir otro capítulo en mi vida, pero este capítulo siempre se queda con una esquina doblada, porque es mi preferido.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Entrega de premios del Concurso Literario del Colegio Salesianas, Plaza de Castilla

Ayer martes 11 de marzo tuvo lugar en el Colegio Nuestra Señora del Pilar (Salesianas - Plaza de Castilla) la entrega de los premios del Primer Concurso de Creación Literaria, certamen al que se presentaron más de 500 obras. En el palmarés tres alumnas de nuestro Colegio Peñalvento tuvieron el honor de recibir el Segundo Premio y dos Diplomas por haber llegado hasta la fase final de selección. Las galardonadas fueron, respectivamente, Celia Álvarez, Elizabeth Burch y Ana Baratas, todas ellas alumnas de 3º de la ESO. En el acto, que tuvo lugar en el salón de actos del colegio madrileño, estuvieron presentes gran parte de los premiados, así como representantes de la mayoría de los colegios participantes.

lunes, 10 de marzo de 2014

"Parte de un sueño" de Ana Baratas. Relato ganador de Diploma en el Concurso Literario del Colegio Nuestra Sra. del Pilar - Salesianas

Eran las 3 de la madrugada. La melodía del teléfono móvil me despertó de repente. A duras penas distinguí el nombre de quien osaba molestarme a una hora tan impropia. El sobresalto fue mayúsculo. En el display pude leer claramente un nombre: MIGUELITO. La cosa podía haber quedado en una broma de mal gusto por parte de un graciosillo, si no hubiera sido porque Miguelito había desaparecido en una zobiac frente a las costas mauritanas dos años antes. 
Sin saber muy bien porqué, decidí devolverle la llamada. Al fin y al cabo, era mi hermano. Fue muy inocente por mi parte pensar que alguien respondería, él si no era mucho pedir. Ese silencio al otro lado del dispositivo dolió más que ningún otro. Pasaban las horas y no conseguía conciliar el sueño. Sin percatarme recordé ese día. Cuando nació fue todo un honor ponerle el apodo de 'Miguelito'. Desde entonces todo conocido le llamaba así. Yo era la mayor y debía protegerle como tal. Mi conciencia no estaba tranquila, no me resultaba fácil creer que no era un tanto culpable, debería haberlo evitado. Inesperadamente, el molesto ruido de un SMS me sacó de mi nube. Tan rápido como pude, me dirigí veloz hacia el teléfono móvil. Era anónimo y lo único que contenía era una simple dirección. 
No me lo pensé dos veces; me levanté y me dispuse a prepararme. Únicamente me apropié de lo necesario: todo el valor del que disponía. No tardaría mucho en amanecer. Decidí escribir en el GPS del móvil la desdichada dirección y comenzar a andar, cuando apareció una advertencia: DIRECCIÓN INEXISTENTE. No lograba comprender del todo lo que estaba sucediendo; de un momento a otro la única pista que tenía había desaparecido. Ya no tenía nada, pero una parte de mí pensaba si en algún instante había llegado a tener algo. Todo era tan extraño. No me quedaba otra opción que volver a casa y evitar pensar en lo ocurrido. Me era imposible no darle vueltas a la dirección; ¿por qué iba alguien a enviarme una dirección equivocada? Mientras pensaba en ello, me acordé de la vieja biblioteca del pueblo. Había sido demolida hace ya unos años por sus consumidas instalaciones. Era nuestro lugar favorito, nos pasábamos allí el día, juntos. 
Y, efectivamente, esa era la dirección que tenía antes de ser demolida, la del SMS. Corrí y corrí como nunca lo había hecho y desaté las pocas fuerzas que me quedaban. Tuve suerte de que no estaba muy lejos y el pueblo no era especialmente grande. Las calles estaban desiertas como lo solía estar la biblioteca; era nuestro pequeño escondite. No podía pensar en otra cosa que no fuera correr rumbo a la biblioteca, o a lo que quedaba de ella. Una vez allí, ya no había nada, solo una triste parcela. Por un momento lo dudé. Dudé haber visto a alguien sosteniéndose en pie en medio del terreno dándome la espalda.
-¿Miguel?- dije confiando en obtener una respuesta.
Acto seguido, el sujeto se giró. Era él. Quise abalanzarme sobre él y disculparme por no haber sabido ejercer mi papel de hermana mayor, cuando todo se volvió oscuro. Su imagen se veía cada vez más y más lejana y se podía escuchar con claridad una voz suave y aguda.
-Cariño, es la hora.- decía.
Parece ser que todo había sido parte de un sueño. Mamá me despertó para no llegar tarde al evento. Qué triste fue asistir a un funeral sin cuerpo alguno.

sábado, 8 de marzo de 2014

Premios del Concurso de Relato Corto del Colegio Nuestra Sra. del Pilar - Salesianas

Celia Álvarez, Elizabeth Burch y Ana Baratas han sido galardonadas este pasado viernes con el Segundo Premio y con dos Diplomas, respectivamente, en el Concurso de Relato Corto del Colegio Nuestra Señora del Pilar de Plaza de Castilla. Un reconocimiento a la calidad de sus creaciones y un evidente estímulo no sólo para sus emocionados compañeros sino también para todos aquellos jóvenes autores que inician, con mayor o menor incertidumbre, el tortuoso pero apasionante camino de la producción literaria. Desde Literaturaesoblog, nuestra más sincera enhorabuena a las tres flamantes ganadoras, y, cómo no, a todos aquellos anónimos participantes que esperan que las mieles del éxito llamen a sus puertas.

viernes, 7 de marzo de 2014

"Viaje al otro lado" de Celia Álvarez. Relato ganador del 2º Premio del Concurso Literario del Colegio Nuestra Sra. del Pilar - Salesianas

Eran las tres de la madrugada. La melodía del teléfono móvil me despertó de repente. A duras penas distinguí el nombre de quien osaba molestarme a una hora tan impropia. El sobresalto fue mayúsculo. En el display pude leer claramente un nombre: MIGUELITO. La cosa podría haber quedado en una broma de mal gusto por parte de un graciosillo, si no hubiera sido porque Miguelito había desaparecido en una zodiac frente a las costas mauritanas dos años antes. Y aun así, si hubiera sido una escritora normal, podría haberme engañado a mí misma, haciéndome creer que era un milagro y un futuro libro de éxito. La diferencia era, que yo sabía que jamás volvería. ¿La razón? Solía mantener agradables conversaciones con los muertos y en este mundillo, las noticias vuelan.
-¿Los fantasmas olvidáis la importancia de dormir de los vivos? –dije al descolgar.
-Da gusto volver a oírte, Clarita. –respondió irónico Miguelito-. Bien Clara, escucha atentamente porque no tengo mucho tiempo… ¿Recuerdas por qué tuve que viajar a Mauritania? -no respondí-. Ya veo que no… Pues verás, yo había descubierto la existencia de una tabla rúnica en Mauritania. Inexplicablemente, me ahogué y por culpa de la tabla, no he podido dejar este mundo. Resulta que, en teoría, la tabla atrapa fantasmas si se deja algo del difunto junto a él. Irónicamente, yo he corroborado eso y es donde está mi cuerpo. Durante dos años, he intentado recuperar mi móvil para usar mis poderes de fantasma y llamarte a ti, concretamente. Y bien, Clarita, ¿vendrás a salvarme?
-¿De verdad quieres que vaya, ahora, a Mauritania, a mover tu cuerpo del fondo del océano? ¡DIME QUE ES UNA BROMA!
-Sé que vendrás, Clarita. Pero, cuídate de los guardianes…-se cortó la llamada.
Varias horas después, estaba en un avión rumbo a Nuakchot, determinando la última ruta de Miguelito. Al llegar, tuve claro que mi mejor opción era ir a un hotel a recupera algunas horas de sueño. Cuando me sentí más descansada, decidí ir al puerto, a coger un buzo y una lancha y terminar con este viajecito de una vez. Tuve la enorme suerte de encontrarme al antiguo ayudante de Miguelito, Ahmed. Él, amablemente, se ofreció a llevarme hasta donde había ido mi viejo amigo, al ver que estaba interesada en la investigación de la tabla rúnica. El trayecto en la lancha fue corto, pero pude pensar en mi última conversación con Miguelito. Había intentado decirme algo, ¿pero el qué? ¿Sería algo de vital importancia para mi viaje? Descarté esa opción. Seguro que era una tontería.
Minutos después, la lancha se detuvo y me zambullí en el agua. No tardé demasiado en ver la zodiac, lo que parecía un cuerpo y la tabla rúnica, todo envuelto en un halo verdoso. Ese era el motivo por el cual no habían encontrado ningún rastro de mi amigo. La tabla ejercía una influencia sobre las cosas que entraban en contacto con ella, haciéndolas desaparecer. Excepto para mí. Lógicamente, moví la tabla y entonces, apareció Miguelito.
-¡Clara sal de aquí ahora! –exclamó, antes de desvanecerse. Entonces, mi mente evocó unas últimas palabras: “el guardián...” Mientras mis pulmones se llenaban de agua, comprendí que nada había sido cosa del azar. Al final, caí en la oscuridad…

Ojalá mi muerte hubiera sido tan rápida como suena. Desgraciadamente, Ahmed era un honorable guardián de objetos tribales de Mauritana y, Miguelito y yo, por meternos donde no nos llaman, habíamos acabado en el otro barrio. No obstante, Ahmed ignora una cosa: ha asesinado a una observadora de fantasmas con ansias de venganza.

domingo, 23 de febrero de 2014

"La campana" de Alba Bravo


Solo quedaban 5 minutos para que sonase la campana que indicaba la libertad. El verano comenzaba en 5 minutos y a todos ésta última hora se nos estaba haciendo eterna. Nuestros pensamientos estaban en otro lugar, en como sería este verano, en los planes y las risas con nuestros amigos. Pensando en estas cosas sonó la campana.
 Me dirigí a mi casa, esta tarde iba a quedar con Alex y estaba muy nerviosa, todo tenía que ser perfecto. Llevaba mucho tiempo esperando ese momento. Ya estaba ya muy cerca del cruce de mi casa cuando una voz muy conocida, la de Lucía, me llamó. En ese momento me di la vuelta, todo paso muy rápido. Sentí un dolor muy intenso en todo mi cuerpo, todo estaba rojo y escuchaba muchas voces y sirenas.
 Cuando me desperté tenía un recuerdo borroso. Sentía que la cabeza me iba a estallar y unos barbaridad tubos estaban conectados desde mi cuerpo hacia varias máquinas. Poco a poco dejé de ver borroso y vi donde estaba. Tumbada en una cama de sábanas blancas, entre cuatro paredes blancas y con un intenso olor a farmacia. Pocos minutos más tarde entró mi madre a la habitación con un rostro muy apenado, en los ojos se le notaba que había estado llorando bastante.
 Y así, mirando por esta ventana, disfruté de mi último verano. Rodeada de mi familia y en una triste habitación de hospital, nada parecido a todas esas ilusiones que me había hecho antes de que sonase la campana.

"La broma" de Alba Bravo


Estaba en casa de mis padres, y tenía que cuidar de Luisito, mi hermano pequeño. Iba a ser una noche tranquila, o eso creía. 
Cuando estoy a punto de dormirme escucho un grito que viene de la habitación de  Luisito, no le doy mucha importancia, hasta que vuelve a gritar con mucha más fuerza. Subo corriendo los escalones atropelladamente. Cuando llego a la habitación retiro las sábanas y me quedo en blanco. Mi hermano no está, me doy la vuelta y la ventana está abierta. Se me ocurren varias opciones:
Luisito se ha escapado de casa, aunque no lo creo, teniendo en cuenta que tiene 6 años y no puede ser eso ya que le da miedo cruzar solo la carretera.
La otra opción la cual no me gusta nada, es que lo hayan secuestrado.
Tardo un par de segundos en reaccionar. Salgo al jardín, son las doce y Jimena ya tiene que estar en su habitación. Jimena es mi vecina y mi mejor amiga. Lanzo unas cuantas piedras a su ventana, a la tercera ya estaba Jimena abriendo la ventana, aun así sigo lanzándole piedras para que se de más prisa. Saca la cabeza por la ventana y me dice:
 
 -Me has despertado, ¿qué pasa?
 -Luisito- Es lo único que me sale de la boca.
 -Explícate- Me dice.
 -Luisito... ha desaparecido... he oído unos gritos... y...- No puedo explicarle nada mas, rápidamente me derrumbo.
 -Espera un momento que bajo. No llores, ¿eh?- Antes de que pudiese responder ya había desaparecido de la ventana.
 
A los pocos segundos ya tengo a Jimena llamando a mi puerta. Abro y me da un abrazo que me ayuda a tranquilizarme. Después de desechar varios planes catastróficos, decidimos que lo mejor es llamar a mis padres, al fin y al cabo yo no tengo la culpa. A los tres pitidos contesta mi padre y le cuento todo le que ha pasado y cuando llego a la parte del secuestro pasa algo que nunca me hubiese imaginado, mis padres se empiezan a reír. No entiendo nada, ¿cómo pueden reírse en una situación como esta? Les digo que esto no tiene ninguna gracia y me explican que todo era una broma para saber si sabia actuar correctamente en casos de emergencia y que había superado la prueba llamándoles. Al final nos reímos todos juntos, aunque yo exijo un aumento de paga. No me dan lo suficiente por estas bromas.

jueves, 6 de febrero de 2014

"La última palabra. Parte 5" de Celia Álvarez

Cierto día, estaba con Rose en mi habitación del edificio. De pronto escuchamos un alboroto en el pasillo. Parecía como si alguien estuviera corriendo con desesperación y otra persona había dejado escapar un chillido de verdadero horror. Salimos de la habitación y caminamos con precaución. El pasillo estaba vacío. Ni un alma ¿A qué se debía el ruido?
Fuimos al despacho provisional de Sarah. Al llegar al umbral de la puerta, Rose ahogó un grito y yo fui incapaz de reaccionar. En el despacho de Sarah, había tres personas: ella, que sostenía una pistola; un joven del campamento tendido en el suelo y sobre un charco de sangre y un hombre de mediana edad, con una mirada un tanto psicótica. También portaba un arma.
Al vernos llegar ambos nos miraron, Sarah con lástima y el extraño con un gesto macabro de alegría.
-Los mantenías bien escondidos, ¿no, Sarah?
Ella no contestó. Se limitó a sujetar con más fuerza el arma y a seguir apuntando al desconocido.
-Aléjese de ellos.
Él la ignoró y se centró en nosotros.
-Los excepcionales… ¿Sabéis por qué?
No respondimos. Aquel hombre resultaba inquietante.
-Bueno, me presentaré. Soy Malcolm Pierce, algo así como el Primer Ministro, aunque en estos tiempos que corren, quién sabe. Y vosotros -dijo, señalándonos-, sois los excepcionales. Las personas que no pueden ser controladas por nuestras máquinas. Vosotros, sois los únicos humanos capaces de ocultar secretos y…
Sarah le golpeó con la pistola y se abalanzó sobre él, mientras nos ordenaba que corriésemos. Me supo muy mal dejarla, pero si nos decía que huyéramos, era porque había un buen motivo.

En el exterior, también estaba sumido en el caos. Había militares armados y gente asustada y corriendo de un lado a otro. No obstante, entre aquel alboroto, Rose y yo, pudimos encontrar a Catherine. Tenía una pequeña herida en la cabeza y parecía cansada. Aun así, fue capaz de ponernos al corriente de lo ocurrido: Malcolm había traído a su propio ejército con el fin de encontrar a los excepcionales que se ocultaban allí. Afortunadamente, Sarah tenía un plan de emergencia para esas situaciones. Había varios camiones en los límites del campamento que nos podrían llevar al norte, a otro escondite. 

"Mirada de amor" de Ana Baratas

Es curioso ver lo rápido que pasa el tiempo. Parece que fue ayer cuando mamá todavía tenía que repetirme cada día que me abrigara. 'En pleno mes de Enero y sigues llevando el corazón al aire', decía. Ella era especial.
Gracias a ella, ahora que soy adulta, he podido poner en práctica sus variados consejos con respecto al amor, y he compredido al fin lo que significa una relación seria.                                                                           
Ya casada, espero sentada el día que me canse de él. Antes me gustaba simular que no le miraba, pero ahora me doy cuenta que no hay mayor desastre que no hacerlo. Los defectos se convierten en virtudes y el amor en cariño; cariño que se demuestra día a día, reflejado en sus simples poemas sobre la encimera cuando se va al trabajo cada mañana. 'El antojo de tenerte cerca es inevitable'. '24 horas no son suficientes para quererte'. Unos más largos que otros, pero todos igual de dulces. Siempre es tan atento. Sus detalles hacen que todo funcione como debe. Al llegar a casa me recibe siempre con un beso, que, al fin y al cabo, es un resumen de lo que sentimos. El insomnio es mucho más ameno y divertido a su lado. El amor, desde que le conocí, ha cobrado una forma más sutil. Ojalá, algún día, sea capaz de encontrarse en mis palabras, al igual que yo lo hago en sus ojos.

¿Quién no necesita un nosotros en esta vida? 

"Susto" de Salo Madroñal

Era de noche. Iba sola por la calle de camino a mi casa después de varias horas en una fiesta en la que mis amigas aún estaban. En la calle había un par de coches aparcados y una moto de color oscuro que no pude apreciar muy bien.
Las farolas apenas me aportaban luz por lo que iba con  mucho cuidado para no sufrir ningún tipo de accidente. De la nada, apareció una sombra frente a mí que me asustó. Empecé a gritar a ver si me contestaba pero, no se movía. Estaba colocada en una de las zonas más oscuras de toda la calle. Sinsaber por qué, comenzó a acercarse lentamente hacia mi. Mi mente me decía que corriese pero mi cuerpo no podía moverse. Según se acercaba mi sensación de agobio era mayor y no podía evitar sentir pánico. Cada vez estaba más cerca de mi. No podía soportar estar ahí parada, sin saber quien venía o por qué me estaba pasando a mí.
Por fin, mis piernas reaccionaron y eché a correr. Estuve corriendo en la dirección opuesta a esa calle varios minutos. Cansada, paré en un bordillo a descansar y reflexionar  sobre lo que había pasado varios minutos atrás. No tuve mucho tiempo.
Levanté la vista un segundo y otra vez la misma sombra. No sabía muy bien como  por qué me seguía pero, no me quedé a averiguarlo. Corrí y corrí. Estuve huyendo varias horas hasta que…
- Mónica despierta, o llegarás tarde al examen de matemáticas
Menos mal que todo había sido un sueño, un horrible sueño, porque sino no sé que podría haberme pasado.

martes, 7 de enero de 2014

"La llanura helada" de Mireia Rocas

El crujido de algo me desveló. Poco a poco me iba despertando; me regocijé varios minutos  debido a lo a gusto que me encontraba. Un rayo de luz penetró por mis ojos, quedé absorta durante varios minutos. Instantáneamente abrí los ojos y quedé inmovilizada, sin palabra alguna. No sabía cómo ni porqué, pero una llanura helada se extendía bajo mis pies.
Miles de preguntas rondaron por mi cabeza, estaba agobiada, preocupada y lo que más insegura me tenía. Me encontraba en un paraje desconocido. Lo último que recordaba era estar en casa tranquila, recogiendo mis cosas. No era capaz de recordar más allá de aquello, pero de momento no sería de gran importancia recordarlo; ahora lo imprescindible sería cubrir las necesidades básicas. Giré la cabeza y al lado del suelo se encontraba una mochila a cuadros; la cogí rápidamente y comencé a andar sin rumbo alguno. A medida que comencé a andar el hielo empezó a crujir y mis extremidades a helarse, y no era nada de lo que me  alegrase la verdad; al contrario, sabía lo que podía pasar a causa del frío, hipotermia, neumonía, congelación y fallo de los músculos, no eran cosas agradables y menos cosas que puedan ser tratadas en mitad del hielo. A medida que pasaba el tiempo me estaba dando cuenta de que mis últimas horas serían en aquella triste y fría llanura. Paré de andar debido al cansancio acumulado durante las últimas horas , y vi adecuado parar para ver qué se escondía en aquella mochila. Cuando la abrí vi una caja de cerillas y una vieja manta, cerré la mochila de nuevo dado que no sabría cuando realmente me harían falta. Me giré debido a un fuerte ruido y ahi lo ví 7m de altura , una abalancha, no me dió tiempo a reaccionar y quedé hundida bajo la fría y densa nieve. Mis musculos empezaron a paralizarse , desde mi nariz hasta cada uno de mis dedos de los pies o lo que quedaban de ellos. Supongo que eso es lo que se siente cuando uno va a morir, un frío infrahumano, y en ese momento ves la vida pasar desde que tomaste tu primer biberón ,la primera carcajada, pasando por la comunión y tu primer amor. En ese momento sabes que todo ha acabado, sueltas tu mochila a cuadros y miras toda aquella montaña de nieve. Miras a la vida por última vez y te das cuenta de  que en ese mismo instante pasas a formar parte de aquella dura, fría y ausente llanura helada.

"La última palabra. Parte 4" de Celia Álvarez

La mayor parte de los días eran iguales. Aburridas clases de defensa personal, muchas tareas comunitarias, pocas horas de sueño y una alimentación bastante modesta. Por suerte no todo eran desgracias, estaban Rose y su prima Catherine, a la que conocí poco después. Catherine era, al contrario que Rose, increíblemente extrovertida y con un carácter único. No se cortaba ni un pelo en decir las cosas. Así que, por lo general, era una nueva vida llevadera.
No obstante, conforme pasaban los días, la presencia de Rose me hacía sentirme inseguro. Mis palabras eran torpes y mi corazón se desbocaba cada vez que me daba la mano. Intentaba mostrarme normal, pero era algo imposible. ¿Qué me pasaba? Esa era una pregunta que me torturaba. Cada vez que miraba a Rose, pensaba: “Solo somos amigos”. Pero cuanto más me decía eso, menos me lo creía.
Lo curioso fue que no solo yo estaba al tanto de mi inseguridad. Catherine también se dio cuenta. Cierto día me lo dijo, no recuerdo las palabras exactas, pero fueron directas. Entonces, se produjo un incómodo silencio entre los dos, hasta que añadió: “Por suerte lo que sientes es algo correspondido.” Me quedé mirándola, sin creérmelo del todo.
“Eso… es imposible, -me decía mentalmente- yo no soy la clase de chico del que se enamoran las chicas y menos, las guapas. ¡Ni siquiera soy de los del montón, yo estoy por debajo! ¿Qué tengo de especial? Por otro lado, tampoco creo que Catherine me esté mintiendo.”
De todas formas, Catherine me pido que hablara con su prima. Y me convenció. Esa misma noche, Catherine nos dejó asolas a los dos. Dimos un paso por los alrededores del campamento, llegamos a un claro, nos detuvimos y contemplamos las estrellas. Miramos al cielo hasta que ya no puede soportar más el secreto y se lo dije absolutamente todo. Le revelé mis sentimientos. Ella no mi interrumpió, se limitó a escucharme y a sonreír. Cuando terminé, empezó a surgir un incómodo silencio, que terminó con el roce de sus labios junto a los míos. Aquello era la respuesta que necesitaba, el sinónimo de otras noches así (y mejores) y el inicio de una historia común.

Por desgracia, cada principio viene acompañado por un final y el de la historia que acabábamos de empezar Rose y yo, estaba demasiado cerca, más de lo que ninguno de los dos imaginábamos y deseábamos. El tiempo empezó a correr en nuestra contra.