jueves, 29 de octubre de 2009

Dorian Gray retratado


Cinco visiones, en forma de hipotético encargo, de lo que podría o debería ser el retrato de Dorian Gray antes de su "creación":

a) Quiero un cuadro recargado, que retrate la imagen más desagradable que pueda ofrecer el personaje, en el que se vea algo demacrado y deshecho. Que se asemeje a alguien salido de un ataúd, con tonos amarillentos y verdosos sobre el cuerpo para aumentar la sensación de putrefacción. El cuerpo rodeado de objetos, algunos indistinguibles. Que dé la sensación de agobio al contemplarlo y que esté poco definido.
Laura González.

b) El retrato será el centro de la imagen. En ella no se podrá ver otra cosa. Al frente, un enfermo, más cercano a la muerte que a la vida.
Su rostro asustará; deformado y colorista hará olvidar el resto del cuadro. Simple, sin color, lúgubre. Sus ojos mirarán penetrantes, al frente, enseñando y demostrando el paso de los años.
Necesito, a fin de cuentas, un cuadro, en el cual quede patente la locura en manchas de pintura.
Eduardo G. Igualada.

c) Un cuadro alargado con rasgos oscuros que tenga características horribles donde el reflejo de la oscuridad lo identifique como es en realidad. Con tonos de desvanecimiento de su cuerpo y con una extraña e imperceptible sensación de ocultar algo en su interior.
Estefanía Trillo.

d) Tienes que retratar un hombre maldito, muerto en vida. Que su rostro muestre la desesperación de no poder descansar en paz. Quiero que ilustre la ira, la cólera por su larga frustración, su angustia por sentirse atado a algo de lo que no va a poder separarse. Es un muerto en vida, putrefacto.
Jaime Sotomayor.

e) Deseo un cuadro que en su mayor parte sea muy austero, sencillo, que se muestre al personaje con vestimentas simples pero elegantes, sobre un fondo grisáceo carente de indicios de vida, y con un tono lúgubre y oscuro. Todos los elementos del cuadro no deben llamar la atención, de forma que lleven las miradas directamente al rostro. Su cara debe ser "dividida". Su mitad derecha debe mostrar una piel joven, no carcomida por el tiempo, un rostro joven y hermoso pero cuyos ojos reflejen su maldición. Su gesto facial será el propio de un anciano cansado de vivir que ve próxima su muerte. Su otra mitad debe estar completamente putrefacta, desgastada, casi descompuesta pero con gesto, una posición de sus facciones reflejando felicidad macabra, a causa de la llegada del ansiado desenlace.
Míkel Martiarena.

martes, 27 de octubre de 2009

Un ensordecedor ruido

Un ensordecedor ruido, irrumpió, en mitad de la noche, turbando mi incompleto sueño.

Abrí un ojo, para saber que sucedía, en esta profesión hay que ser como los delfines: Has de tener siempre una parte de tu cerebro despierta por si las moscas...

Mi pequeño habitáculo estaba siendo atacado por un grupo de chavales, jóvenes, fuertes y maleducados ( molestar a un viejo de esta forma...).

Yo me levanté por completo, aparté la manta que cubría mi regazo e intenté escuchar lo que me intentaban decir; ya que de oído no ando demasiado bien. Cuando me acerqué al cristal, todavía adormilado, comprendí que lo que hacían era insultarme en lugar de intentar comunicarse; comprendí que esos golpes que turbaron mi sueño, no había sido el viento, sino patadas y gritos que los jóvenes le seguían propiciando, ahora, a los cristales de la sucursal.

El miedo y el remordimiento empezaron a causar estragos en mi persona; y caí como un peso muerto en la tierra; caí por Newton. Debí quedar dormido nuevamente, o simplemente regresé a el pasado, un pasado que siempre hubiera deseado cambiar.

Son las nueve, Jaime me espera ya en la moto para ir con los demás. Salgo de mi habitación y me encuentro a Luisa, una chica nueva del servicio que está...

Bajo las escaleras y llego hasta el despacho de mi padre, donde le miento con que llegaré antes de las doce, pobre iluso. Salgo del chalet de mis padres en Puerta de Hierro; en la calle me espera Jaime con su Vespa y con sus eternas Ray Ban a media asta.

Al rato llegamos a las callejas de Moncloa, allí hemos quedado con Pedro y Luis.

Entramos a nuestro bareto de siempre y nos tomamos unos cuantos cubatas. Luego la noche sigue...

Nos echan de una discoteca, a la cual ya no se ni como llegué. Nos empezamos a reír: hemos consumido heroína y unas cuantas copas. Por el camino, creo que estamos por Sol; las calles están bacías, muertas. Caminamos mientras cantamos, alguno vomita y otros fuman.

En una esquina, vemos unos cartones, una manta y un viejo. Incontrolados, nos empezamos a reír. Al poco, Pedro empieza a insultar a nuestro amigo pedigüeño...

Jaime se le une, y finalmente Luis. Yo no comprendo muy bien en que consiste esto, pero, que más da, no hacemos daño a nadie: Comienzo yo también a insultarle. Acto seguido, Pedro le pega una patada, y otra, y otra… En el viejo se vislumbrar el terror que siente. Las patadas continúan, los gritos y risas las suceden, el miedo y terror están patentes en aquella funesta esquina.

Esto empeora: Luis, saca el mechero y prende la manta que hay en el regazo del mendigo, todos se ríen menos yo, que no entiendo nada, ¿que hacen? El viejo grita y retira la añosa manta y mis colegas se lanzan sobre él y le siguen propinando una tremenda paliza, que propicia la muerte o algo parecido al viejo.

Ya apenas grita, apenas respira, apenas teme; apenas tiembla, apenas vive...

Mis amigos de la infancia se levantan, vemos al mendigo tirado en el suelo, sin miedo ya en esos ajados ojos...

Las sirenas de la pasma asoman entre la noche serena a lo lejos. Salimos corriendo a toda velocidad, sin pensar en nada, ni nadie; solo pensando en que nos puedan pillar.

Me levanto y veo que sigo en el mismo momento, los jóvenes siguen gritándome y apedreando el cristal. Acabo de recordar todo lo que hice en mi día, cuando era un niño pijo de Vespa y Ray Ban a media asta . Recuerdo ahora a ese pobre anciano, recuerdo a ese pobre hombre, que nunca me ha abandonado; al que un día, yo y mis amigos decidimos dar “un susto”; igual que el que hoy me intentan dar a mi.

Es el destino, es mi castigo... Acabé, en cárcel por el homicidio de ese anciano. Al salir, volví al chalet de Puerta de Hierro de mis padres, los cuales me odian, creo que ese odio es reciproco. Me encontré solo y pobre, igual que me encuentro hoy; igual que ese anciano al cual maté, se encontró en su día.

Me doy cuenta de mi fallo, de mi error, el cual nunca mas volveré a cometer ya que...

Me dispongo a abrir el pestillo del cajero en el cual estoy atrincherado, entonces entraran los chavales e igual que hice yo en mi día, me darán “un susto”; el cual, con suerte acabará con mi despreciable vida.


Original de Eduardo G. Igualada

Mi última noche


Siempre recordaré el día en el que el guardia me llevó a conocer el hielo.

Mi última noche pasaba en una celda, solo, absorto, estremecido y cagado.

Mi vida, intensa pero fugaz, acabaría mañana al canto de los gallos.

¿De que ha servido mi lucha, si las tierras son del que las ha robado?

Mi nombre adopta el de cobarde al decir: “que miedo me da la muerte con sangre, que miedo me da el hijo que tan pobre dejo y la mujer viuda que tan sola abandono”.

Es por eso que intento, sin ninguna respuesta, dormir: intentando evadirme de lo que dejo de vivir; de que muero por la libertad; de que en este mundo solo se conoce la palabra paz de nombre, y no de realidad.

Y me encuentro hoy, en esta celda, ausente de paz y libertad, de orgullo y dignidad.

Pero el mejor recuerdo que llevaré a la tumba será morir con la cara pintada del color de la Paz, por la cual he luchado.

La gran oscuridad de la noche, su negro velo levanta. Mi hora, inevitablemente llega. Los nervios alteran mi cordura.

Al rato, unas botas el paso firme van dando. Se acercan a la celda donde he pasado la última noche de mi vida. Se abre la puerta. Me ponen los grilletes y por el corredor me arrastran. Salimos a la calle. Las primeras luces del amanecer se han instalado en el lúgubre paisaje.

Allí, en el patio, las armas esperan tranquilas, ya que la vida de otro más aniquilan.

El hielo esta ahí. Me atan al mástil, y allí me dejan esperando a la parca.

Se retiran los guardias…

Primera orden: ¡Carguen armas!

El sonido de mi fin se acerca...

Segunda orden: ¡Apunten!

Los fusiles se ríen, sedientos de sangre roja.

Tercera y última orden: ¡Fuego!

Los gallos cantan a las primeras luces del alba.


Original de Eduardo G. Igualada

La fiesta

Clara, como todos los sábados, abre las floridas cortinas de mi habitación. Yo me retuerzo, como todos los sábados entre mis sábanas. Ella me ve, ve que odio el despertar y no se digna ni a decirme un: buenos días. Se queda mirándome, mirando como me retuerzo, como un Drácula ante la luz del sol, y luego sin mediar palabra cruza mi habitación y sale al pasillo. Yo me quedo en la habitación, infectada por una embriagadora luz matinal, la cual aborrezco.

Cuando de nuevo consigo conciliar el sueño, Marta, mi aya, llama a mi puerta –Que, como es muy grandona, parece que la va a derribar- y dice: ¡Señorita Lucía no me haga entrar, la espero en el comedor!

Es imposible dormir en esta casa, siempre hay algo más importante que hacer que descansar. Esa norma, parece que no tiene nada que ver con mi madre, quien duerme hasta bien entrada la mañana.

Salgo de mi cama, con los ojos llenos de legañas y busco mis zapatillas, que como siempre están escondidas por la habitación. Encuentro la primera. La segunda sigue desaparecida y cuando llevo un largo tiempo intentando encontrarla, pienso lo que diría mama: Que lo busquen las sirvientas… Dejo de arrastrarme por los suelos, y con un pie descalzo y otro bien calentito, me acerco al lavabo con agua congelada, como a mi me gusta, y me lavo bien el blanco rostro. Luego, cojo mi cepillo y me peino mi alborotado y rizado pelo, sin resultado alguno; digo esto ya que parezco un payaso, de esos que van a las fiestas de cumpleaños de mis amigas, ya que en las mías nunca hay porque me dan un miedo espantoso (La primera y última vez que fui a un circo, para ver a las amazonas, tuvimos que salirnos mi madre, el aya y yo porque cuando aparecieron dos hombres con pelo rojo, sonrisa gigante y nariz tomate me puse a llorar y a gritar. Mi madre, que no le gusta llamar la atención; me sacó rápidamente del circo, mejor dicho Marta, que me sacó en brazos, y nos fuimos directos a casa. Desde entonces nunca más me volvió a llevar al circo)

Cogí mi batín de flores rosas, y salí al pasillo. Estaba desierto, resultaba incluso tenebroso. Era un largo corredor, colocado en la segunda planta de la casona de veraneo. En él, solo hay puertas y puertas que dan a las diferentes habitaciones. A cada extremo del pasillo, hay dos pequeñas vidrieras con dibujos de cacerías. Me encaminé sigilosamente hacia las escaleras, que estaban en el centro de la larga caverna, sin hacer ningún ruido para no despertar a madre. Bajé las escaleras y me planté en la segunda planta. En esta había más tráfico que en La Gran Vía: Doncellas ataviadas con sus cofias, corrían de aquí para allá, llevando la plata, manteles, comidas, sillas; el ama de llaves, las daba órdenes de donde tenían que llevarlo, que tenían que hacer, como lo tenían que limpiar…; el mayordomo salía del despacho de papa, con la bandeja en la cual todas las mañanas desayunaba. Yo me mezclé entre la multitud, me convertí en una más. Anduve por el pasillo hasta el comedor de la cocina donde me esperaba Marta. Allí, sobre la mesa blanca, había una tostada de pan, sobrasada (Recién traída por la tía Dolores del pueblo, donde había estado en la época de matanza y había traído gran cantidad de género que madre denominaba como vulgar y soez) una taza de leche y un gran vaso de zumo de naranja. Me senté, me puse muy remilgadamente la servilleta sobre mi camisón y unté la sobrasada. El aya me miraba, la quería mucho casi como a madre, aunque en mi interior, sabiendo que jamás lo podría decir, apreciaba más a Marta que a mi madre. Cuando estaba tomándome el zumo, le pregunté:

- Marta, ¿Cuál es el motivo de tanto revuelo en casa?

- Señorita Lucía, su madre ha preparado una fiesta para esta noche.

- No lo recordaba…

- Por la cara que pone no le debe apetecer nada…

- Me conoces mejor que mi madre.

Cuando me di cuenta de lo que había dicho, creí que moría y deseé que nadie, además de Marta lo hubieran escuchado y rápidamente como si hubiera blasfemado dijo:

- Señorita Lucía, no vuelva a decir eso que me busca la ruina.

Seguí desayunando, mientras ella, sin que supuestamente me diera cuenta, me miraba con una triste sonrisa. Al rato, Ana, una de las doncellas más jóvenes que había venido nueva este verano de su pueblo, nos avisó de que mi madre se había levantado y que estaba desayunando, que cuando yo terminase subiera a su alcoba que tenían que escoger el vestido que me pondría esta noche en la fiesta.

Desayuné y subí, acompañada de mi inseparable aya, a la habitación de mi madre. Estaba al final del pasillo, su puerta era junto a la de la habitación de mi padre y de la habitación de invitados principal, la única puerta doble. Llamé a la puerta de madera labrada. Abrió la ayudante de mama, o como ella decía su mejor amiga (Era el único hálito de humildad que se podía descifrar en ella, bajo su personalidad frívola y clasista).

Allí en su butacón junto al ventanal, se encontraba ella, escribiendo las últimas órdenes para la preparación de la fiesta, con un camisón de seda color perla y un batín a juego, bebiendo café. Me acerqué y sin que ni siquiera me mirase, la besé la mejilla y me dijo: Buenos días mi vida (Como siempre me decía).

Reparé, mientras esperaba sus órdenes, en que no llevaba la zapatilla del pie derecho.

Miré a Marta, nuestras miradas se encontraron y la señalé disimuladamente a mi desnudo pie. Ella me miró mal humorada y dijo:

- Señora si quiere, podemos ir al despacho del señor para que la niña le de los buenos días y luego, cuando termina de desayunar, venimos.

- Muy bien, retírese. Luego vienes Lucía que tenemos que elegir tu vestido. Verás lo guapa que vas a estar.

Salimos de la alcoba y sin mediar palabra fuimos a mi habitación. Nos pusimos a buscar por toda la sala. Yo no paraba de pensar en lo que había dicho mi madre: Lo guapa que vas a estar… Como era posible que yo, una niña flacucha, fea y con pelos de payaso pudiese estar guapa.

Finalmente encontré la zapatilla debajo de mi escritorio. Me la puse y nos dirigimos al despacho de mi padre. No estaba. Nos encaminamos de nuevo al cuarto de mi madre, donde ella ya estaba echando un vistazo a los trajes que había traído el sastre.

Cuando me vio, sacó un precioso vestido verde esmeralda aterciopelado. Al verlo quedé encantada, era preciosos. Me acerqué, lo toqué, lo disfruté y abracé fuertemente a mi madre. Me dijo que ya podía irme, que a la una estaría en mi habitación para ver como me quedaba. El aya y yo salimos de la alcoba. Nos encaminamos a mi habitación. Entré, y ella se fue. Yo me quedé durante un rato fantaseando con el vestido. Pensaba que era una princesita y miraba por la ventana a ver si venía mi príncipe azul, que en este caso, era el hijo de uno de los jardineros, que todas las mañanas a no ser, que mi madre me hubiera organizado alguna tarea que como ella decía eran máxima importancia, me venía a recoger a la mi casa para llevarme la pueblo donde Luis, el hijo del panadero y Macarena, la hija de una de las doncellas, nos esperaban.

Allí, a lo lejos, en el gran prado, le vi aparecer, sucio como siempre, despeinado por el viento y guapo como su madre. Se aproximo al caserío y se situó justamente debajo de mi ventana, yo le enseñé desde lejos mi maravilloso vestido y él, como era un chico no reparó en el. Me vestí rápidamente con el primer vestido que vi. Bajé corriendo escalinata abajo, busqué a mi aya y al no verla le dije a Lorena, una de las doncellas que la avisara que había ido donde ella sabía, que volvería antes de la una. Cuando estaba cruzando el recibidor, apareció mi padre, tan engalanado como siempre, por la puerta principal. Corrí y salté a sus brazos, él me apretó fuertemente dándome los buenos días, acompañado con un “preciosa”. Iba acompañado por el tío Francisco, o tío Paco como yo le llamaba que era el marido de tía Dolores, que estaban alojados en la casa de invitados. Cuando me despedí de ambos me encaminé a donde estaba mi príncipe Luis.

Le saludé y corrimos por el prado para que no nos viesen.

Al llegar al pueblo, y paseamos por las angostas callejuelas del barrio, y saludar a las señoras que desde primera hora de la mañana se salían con sus “sevillanas” a la puerta y se ponían hablar la una con la otra de cotilleos del lugar. En la plaza del pueblo, donde estaba el ayuntamiento, nos esperaban los demás. Los saludamos y seguimos corriendo. Solíamos ir al monte, o al pueblo cercano donde conocíamos a dos hermanos, que según la gente del pueblo decían que su familia estaba endemoniada. Un día nos explicaron la única razón que existía para estar endemoniados: No eran cristianos, ni acudían a la iglesia, ni estaban bautizados. Rezaba para que mi madre nunca se enterara de esa amistad ya que seguramente me realizase un exorcismo o algo parecido.

Hoy, como yo tenía que estar a la una en casa, nos quedamos sentados a las afueras del pueblo en unas rocas, rodeadas por una espesa vegetación a la cual acudía cuando tenía miedo.

Allí hablando, pasábamos las horas. Recordé que a la una tenía que estar en casa. Salí como alma que lleva el diablo hacia el caserón.

Ya estaba corriendo por el prado de la mansión. Los jardineros llevaban sillas de aquí para allá, poniendo mesas, farolillos, girolas…

Entré por la puerta de servicio. Allí, en la cocina, estaban todas las cocineras corriendo, cocinando, llevando platos, pollos, bandejas… En la cocina había un embriagador olor que me dejó atontada. Miré al reloj. La una y cinco. Me mareé, corrí por los salones, comedor y biblioteca. Vacíos todos, nadie, la casa silenciosa.

Subí las opulentas escaleras, el pasillo estaba lleno, las doncellas corrían, llevando caras sábanas de hilo. Entraban en las habitaciones, limpiaban y hacían la cama. Un descontrol organizado.

Anduve, mirando las puertas abiertas, las criadas agobiadas.

Entré en mi habitación, esperando ver a mi madre para un ataque. Así fue, pero mi madre no estaba, solo estaba mi aya, estresada, blanca, parecía un fantasma. Al verme me abrazó y dijo:

- ¿Sabes que hora es? Menos mal que no ha llegado tu madre.

Sacó mi novelesco vestido de mi armario. Lo extendió sobre la cama. Me acerqué, lo toqué y soñé, me imaginé con el puesto, parecería una actriz de Holliwood. Me lo puse con tal ansiedad, que casi lo rompo.

Me acerqué al espejo dorado y me vi, un payaso vestido de mujer. Pero al ver la cara de felicidad que se le puso a Marta pensé que debía estar preciosa. Se me acercó, me contemplo y con lágrimas en los ojos, me abrazó.

Sonó la puerta y mi madre entró, la vio abrazándome y el aya se separó. Se quedó mirándome sin ningún tipo de sentimiento en el rostro. Finalmente, con aires de suficiencia, me dijo que estaba preciosa. No lo creí. Me dio unas manoletinas negras de terciopelo y una diadema a juego. Salió de mi habitación seguida de su séquito.

En toda la noche no me dirigió la palabra. La fiesta, como siempre, fantástica, o eso dijeron los invitados. Yo al terminar de cenar me fui a la cama, no quería seguir en ese ambiente hostil y opulento. Me quité mi preciso vestido y lo guardé en el fondo del armario.

A la mañana siguiente, Marta, mi aya no estuvo en el desayuno, ni en la comida, ni en la cena.

Nunca más volví a verla.

Original de Eduardo G. Igualada

lunes, 19 de octubre de 2009

Romanticismo y cine

Tráilers de películas inspiradas en obras románticas o de influencia romántica.
  • Los tres mosqueteros (Alexandre Dumas). Dirigida por George Stevens (1948).
  • Esmeralda, la zíngara (Victor Hugo). Dirigida por William Dieterle (1939).
  • Guerra y paz (Leon Tolstoi). Dirigida por King Vidor (1956).
  • Drácula (Bram Stocker). Dirigida por Francis Ford Coppola (1989).
  • Frankenstein (Mary Shelley). Dirigida por James Whale (1931).
  • El fantasma de la ópera (Gaston Leroux). Dirigida por Joel Schumaker (2004).
















sábado, 17 de octubre de 2009

2 de julio de 1964. Estados Unidos


En un pequeño pueblo de Minneapolis vivía la familia Booth, una familia procedente de África, cuyos antepasados se trasladaron a América hacía ya varias generaciones en busca de una vida mejor. Esta familia se ganaba la vida fabricando y vendiendo caramelos de distintos sabores. No era una familia cualquiera, era una familia acomodada, pero vivían discriminados por su raza. Era una de las familias que más poder económico tenían en el pueblo, la gente contaba con ellos para donar dinero a las reformas del pueblo o para mejorar las condiciones de la parroquia pero no les dejaban entrar en ella. La familia Booth tenía, para orar, que dirigirse a la iglesia que los blancos habían destinado a los de su raza. En cuestiones de dinero, el de la familia Booth era igual de válido para obras sociales que el de los blancos, pero no, para disfrutar de sus comodidades.

El 2 de julio del año 1964 se aprobó la ley de derechos civiles y la familia Booth pensó que era un buen día para ir al cine y más tarde a cenar a un restaurante que, a los niños les encantaba, aunque nunca hubieran podido entrar debido a su raza. John Booth, el padre, pensó, que ya que tenían los mismos derechos que los blancos, después de haber sido aprobada la ley, ¿por qué no? Toda la familia estaba entusiasmada por ir al restaurante pero, cuando entraron por la puerta, el metre del restaurante les dijo que, a pesar de la nueva ley, en su restaurante no entraban negros, y sin más, les echo.

John pensó que no era justo y volvió a intentarlo, pero, esta vez recibió una paliza a manos de los miembros de seguridad del restaurante que le mantuvo tres meses postrado en la cama sin poder moverse. Un mes después, John Booth murió debido a las secuelas provocadas por la paliza. El pequeño de los Booth, Justin, decidió entonces que él quería ser abogado, para poder hacer justicia a la muerte de su padre y de tantos hombres de su raza que fueron maltratados y asesinados por una simple diferencia de color.

A día de hoy, Justin Booth es uno de los mejores abogados de Estados Unidos, con una carrera intachable, a pesar de todos los problemas que tuvo debido a su raza. A parte de practicar la abogacía, Justin Booth ha escrito numerosos libros contando algunas de las historias de las familias que vivían en Estados Unidos en esos años.

Ahora la mayoría de la gente tacha de injustas ese tipo de conductas, pero los estadounidenses tienen que cargar con su historia y lo cierto es que, de esos años, los americanos no pueden estar orgullosos de su historia.

El ser humano suele tener dificultades en aceptar lo diferente, pero la historia de los irreductibles a la justicia siempre consigue poner las cosas en su sitio.

Creo que hay numerosas maneras de pensar, tantas como personas, pero lo que hay que tener en cuenta es que todas las personas tenemos el mismo valor, dejando a parte las riquezas, las posesiones o el estatus social y que nadie debería exigir que se cumpla su voluntad, ni que esté por encima de las demás, ya que lo que nosotros pensamos que está bien, igual a otras personas les molesta o no lo creen apropiado.

La historia nos enseña los errores y los aciertos que han cometido nuestros antepasados para que no se vuelvan a repetir una y otra vez los mismos fallos.

La ley de derechos civiles en América provocó muchas muertes de personas inocentes a manos de otras que decían que su manera de ver la vida es la que valía, evitando el diálogo y usando la violencia y de eso tenemos que aprender, para no cometer esos mismos errores. Ahora, vivimos con estas enseñanzas, pero tenemos que tener en cuenta que se lo debemos a muchas familias que dieron su vida, mejor dicho, fueron privados de ella a manos de otros que los consideraban diferentes.


Original de Laura González

jueves, 15 de octubre de 2009

Rostros literarios: Romanticismo, Realismo y Naturalismo

Ángel de Saavedra, duque de Rivas


Leopoldo Alas, Clarín

José de Espronceda

Edgar Allan Poe

Émile Zola

Emilia Pardo Bazán

Rosalía de Castro

Jules Verne

José Zorrilla

Gustavo Adolfo Bécquer

Benito Pérez Galdós

Mariano José de Larra


Rostros literarios: Miguel de Cervantes, entre el Renacimiento y el Barroco








Pío Baroja en "Zalacaín, el aventurero"

Fragmento correspondiente al prólogo de la película de Juan de Orduña "Zalacaín, el aventurero" (1955) en el que aparece el propio Pío Baroja presentando su novela, justo un año antes de su fallecimiento.

Poe: "El corazón delator"


"Rimas" de Bécquer



El Realismo y el Naturalismo en el cine y la televisión

Romanticismo en el teatro y la televisión








Resumen del "Poema de Mio Cid" e imágenes de la película "El Cid"





La Generación del 27 en imágenes


Imágenes en vídeo inéditas hasta la fecha de algunos de los componentes de la Generación del 27.
Más información en el siguiente artículo de El País.