Gustavo Adolfo Bécquer sabía una cosa o dos sobre fantasmas. ¿Cómo? Preguntaréis. Bueno, esa es una pregunta sencilla: porque llevaba muchos, muchos años siendo uno.
Sabía, por ejemplo, que las leyendas de fantasmas que se aparecen en lugares tétricos y oscuros no son ciertas. Primero, porque ningún fantasma había conseguido nunca aparecerse ante ningún vivo, y aunque este hecho le fue difícil de aceptar al principio, terminó adaptándose a él como cualquier otro fantasma. Y, segundo, porque personalmente, él prefería andar por las calles abarrotadas de gente a pleno mediodía, o acercarse curioso a las ruidosas sobremesas que se organizaban en las terrazas durante las tardes más calurosas del verano antes que estar en algún lugar tétrico y oscuro.
También sabía que la creencia de que los fantasmas odiaban a los vivos no era cierta. Es más, la mayoría de fantasmas con los que el antiguo poeta se había cruzado eran bastante más felices estando muertos de lo que nunca habían sido estando vivos. El grueso de los espíritus ni siquiera pensaba que los vivos tuvieran algo envidiable por lo que odiarles.
Bécquer era una curiosa excepción de esta regla.
No es que odiara a los vivos, no. ¿Cómo podría, cuando él mismo había estado vivo una vez? No, lo que sentía el antiguo poeta era fascinación por una cosa absurda y esencial que poseían los vivos. El sonido.
Porque no. Los muertos no hablan.
No sólo no hablan, sino que no pueden emitir ningún ruido. Después de todo, hablar es pasar aire por unos filamentos presentes en la garganta al respirar, y los muertos no respiran. Ni respiran, ni tosen, ni gimen, ni susurran, ni hablan.
Los muertos escuchan.
Y a Gustavo Adolfo Bécquer le encantaba escuchar.
Lo descubrió un día de mayo. Por alguna razón, estaba en una biblioteca. El poeta recordaba haber entrado una vez, y recordaba haber salido aquel día, pero no podría especificar el tiempo que había estado allí dentro. Si le preguntaran, diría que se perdió entre las letras. Esa es otra cosa curiosa sobre los fantasmas; para ellos, el tiempo pasa de la misma manera que para las personas. Un día es un día. Un año un año. Pero como ellos no tienen ese agobio constante que es la sensación de tener que aprovechar el tiempo mientras aún dure, se lo toman todo con mucha más calma.
Cuando uno está muerto tiene todo el tiempo del mundo.
Pero quiso el destino o el azar que un día, estando perdido entre las páginas de algún volumen modernista, el joven fantasma levantó la cabeza un sólo instante, y llegaron a sus oídos las primeras palabras que estos habían escuchado en mucho, mucho tiempo.
Y aquello le hizo recordar por qué él, a pesar de amar la palabra escrita, jamás escribió ninguna de sus palabras.
Si lo intentase explicar ahora, diría que ni siquiera recuerda cuáles fueron aquellas palabras. Y, por hermoso que fuera que mintiera, y en realidad guardara en lo más profundo de su mente las palabras que le hicieron recordar su amor al arte, lo cierto es que no mentiría. El fantasma no podía recordar ni siquiera la idea que querían transmitir aquellas palabras que escuchó una vez entre los estantes de una biblioteca. Pero recordaba el sonido.
Desde entonces, el fantasma del poeta no había vuelto a pisar un lugar silencioso.
La historia podría haber acabado así, como acaban las buenas historias.
Pero no lo hizo. Porque la historia comenzó a partir de ahí.
El fantasma que descubrió que amaba el sonido caminaba por plazoletas, calles y se colaba en tiendas atestadas. Se deslizaba por parques infantiles, se quedaba a escuchar contiendas entre vecinos y nunca perdía la oportunidad de acechar aquellos cada vez más y más populares clubes nocturnos cuya entrada estaba siempre llena de jóvenes, música y confesiones tenebrosas.
Sí, durante muchos años, Bécquer se vio arrastrado en un torbellino de sonido, un tornado que lo arrastraba de un lugar a otro sin orden, criterio ni ambición alguna, más que la de escuchar a los vivos hacer uso de su voz. Y durante todo aquel tiempo, el poeta estuvo seguro de que no había nada más en la tierra que él pudiera necesitar.
Entonces apareció él.
Bécquer le escuchó antes de verlo. Bajaba una plaza de camino al centro de Madrid, cuando escuchó una voz. Una voz que sobresalía de las demás. Una voz que estaba recitando sus palabras.
Hacía mucho que el fantasma no escuchaba sus propias palabras.
Como a todos los artistas, sus viejas palabras le sonaron torpes, baratas y de aficionado. Se rio de sí mismo por haber dicho nunca algo así. Y, sin embargo, cuando el siguiente verso llegó a lo que un día fueron sus orejas; grandes, reales y materiales, cualquier pensamiento sobre sí mismo le abandonó.
Allí, tumbado sobre el borde de la fuente que adornaba la plaza, un muchacho con el pelo castaño como el tronco de los Robles sostenía un cuadernito de poesía. Y, letra a letra, daba sentido a las palabras de Bécquer. No las leía, como ya había escuchado hacer el poeta antes. Oh sí, el joven muerto había visto y oído a mucha gente interpretando sus palabras. Había escuchado a jóvenes promesas, actores consumados e incluso a algún aficionado que recitaba en voz alta por obligación, declamar la gran mayoría de sus obras. Pero hacía mucho tiempo que no las sentía como suyas. Hasta aquel día de julio, cuando el calor abrasaba y la gente se escondía en sombras escuálidas, en que aquel muchacho de la fuente hizo vibrar a un muerto con su voz.
La historia podría haber acabado así, desde luego. Pero tampoco lo hizo, porque Bécquer no pudo resistir la curiosidad y se acercó al chico que, desafiando al termómetro una buena tarde de principios de julio, leía a pleno sol con un pie metido en la fuente como una única defensa contra el calor.
El fantasma casi se decepcionó al acercarse y ver que el libro que sostenía el muchacho no era sólo sobre sus obras. Había más poemas, muchos más de los que el nunca había escrito. Pero aquello no le desanimó del todo, no tras darse cuenta de que el muchacho solo leía en voz alta los suyos.
Tal vez porque los encontraba más cortos. Tal vez porque los encontraba más puros.
El muerto nunca lo supo.
Pero, desde aquel día, el fantasma adoptó al chico, y lo nombró como suyo. Y acudía a la plaza cada día, sin omitir ninguno. Era como un ritual. El muchacho llegaba, se sentaba en el borde de la fuente, y leía, sin saber que el fantasma del poeta se acuclillaba a su lado cada tarde, hechizado por su voz.
A veces cerraba los ojos, para no dejar que nada le distrajera del lento subir y bajar de las letras abandonando la boca del joven.
Otras veces, le miraba.
Y por aquel entonces, el muerto descubrió que sí había algo que le gustaba más que escuchar a su muchacho: mirarle.
Adoraba la forma en que sus grandes ojos marrones brillaban cuando encontraban una frase que le gustaba más que el resto. La manera en la que cogía aquella cosa que intentaba ser una pluma de plástico con la que anotaba en los márgenes del libro y subrayaba las frases más hermosas. Sus suspiros, largos y tensos, como si no estuviera muy seguro de lo que estaba haciendo. La media sonrisa que cruzaba su cara y la expresión de su rostro al cerrar los ojos, haciendo un ruido satisfecho cuando la brisa aliviaba un poco del sofoco de la tarde, colándose entre su pelo.
Cada día que pasaba, el fantasma acudía, y le miraba. Las camisetas claras, los zapatos cerrados, los labios finos, las líneas de su rostro, su piel morena, tersa, y probablemente tan suave que al muerto le dolía el alma con el ansia de tocarla y comprobar como de acertada era su imaginación.
Ni siquiera hoy tiene claro cuándo dejó de mirar al chico, y cuándo empezó a admirarlo. Cuándo empezaron sus dedos a temblar cada vez que lo veía, queriendo escribir mil y un poemas sobre su risa, sus manos y sus labios. Porque todas aquellas cosas merecían su culto, porque su misma forma de moverse le gritaba "poesía" al poeta con tanta fuerza, que se le metía en los huesos y le subía por la columna con el ritmo de un tambor que hacía latir su viejo y muerto corazón al ritmo de la respiración de aquel chico castaño.
Ni siquiera hoy tiene claro cuando se enamoró de él. Su chico sin nombre. Su poema sin título.
Pero pasó, como pasan las cosas que pasan en la vida, lentamente, y después con tanta fuerza que piensas que, en realidad, siempre estuvieron ahí.
Probablemente, el día más feliz que el espectro recuerde sea el día en que su Poema sacó un lápiz para escribir sus propias palabras.
No eran grandes palabras. No lo fueron entonces, aquel primer día, ni ninguno después de ese. Las palabras propias no fluían de su boca como un río, ni siquiera como un río pequeñito. El adorado Poema del fantasma se cortaba, calculaba mal los tiempos y hacía que sus sentimientos sonasen forzados y hoscos. Mataba cada verso con rimas obvias, o directamente los asesinaba con florituras y palabras demasiado grandilocuentes para ser expresadas con el corazón. Lo que su pobre Poema no entendía, terminó por aceptar el fantasma, es que la poesía que se busca crear no es poesía. La poesía no era algo que se pudiera hacer, como intentaba su pequeño muchacho. La poesía existía, y nada más.
Poesía, era la forma en que sus labios se torcían con decepción cada vez que odiaba una frase que había escrito.
Poesía era la forma el que los endebles músculos de su espalda se movían bajo su piel cada vez que arrancaba una página y la lanzaba lejos de sí, como si quisiera espantar a los demonios que le robaban la inspiración.
Poesía era la forma en la sus ojos cambiaban de color, aclarándose en las esquinas cada vez que sus las pequeñas lágrimas de la rabia acudían a sus ojos.
Eso era poesía.
Pero poesía también era la manera en que su sonrisa podía aveces hacer palidecer el sol, esta mucho más cálida y necesitada que la gran esfera.
Poesía era también la forma en que su pelo se disparaba desordenado hacia el cielo, como si nunca fuera a rendirse en su empeño por rozarlo.
Poesía era la expresión de su rostro cuando estaba apunto de dar con la palabra correcta, las letras de la armonía justo en la punta de su lengua.
Eso era verdadera poesía. Cosas que ocurren dentro, fuera y alrededor del mundo. Aquel muchacho era poesía andante. Un poema vivo. Y aunque el poeta muerto sabía que no podía hacer entender a su amado a coger la poesía y hacerla visible al resto, si podía enseñárselo.
Porque, al contrario que muchas leyendas, los muertos no pueden hacerse tangibles, pero los muertos son viento.
La primera palabra que el poeta le regaló a su Poema fue "tú".
Era un recorte que había encontrado tirado cerca de una alcantarilla. En él, una mujer salía andando por la calle con unos zapatos de vértigo. Había varias letras, pero las que estaban escritas de manera más hermosa, eran la T y la U. Quiso que él entendiera que así lo veía el fantasma, la hermosura que resaltaba por encima del resto de bellezas, en aquel mundo que se había convertido en un extraño para todos. Hizo bajar el recorte por toda la calle, dando vueltas y loopings en el aire, hasta que por fin llego a la plaza donde su poesía le esperaba. Dejó el recorte a sus pies, agotado y orgulloso, esperando a que sus ojos se posaran en el.
Pero no lo hicieron. Su querido poema ni siquiera movió una pestaña cuando el papel le golpeó la pierna. Mantuvo la vista concentrada en su libreta, demasiado concentrado para prestarle atención. El fantasma hizo lo único que se le ocurrió: elevó el recorte hasta estampárselo en la cara.
Aún así, el muchacho no entendió el significado del recorte, y Bécquer decidió que tal vez debería ser más directo.
Pasó muchos días de aquel verano sentado a los pies de su poema, intentando encontrar la manera de mostrarle al chico lo que quería decir.
Y un día, pasó por casualidad.
El muchacho intentaba escribir sobre amor, por supuesto. Y, a ojos del poeta, fracasaba, como siempre.
El muerto recorrió la plaza con la vista, y allí, apartados, vio a un grupo de pajarillos, picoteando las migas de pan que se escapaba del plato de un niño pequeño, quien, al verlos, abrió los ojos como platos y sonrió. El fantasma los observó, y quiso decirle al chico que aquello, aquello era amor. Por alguna razón, un pequeño golpe de viento sopló en la dirección correcta, y el muchacho levantó los ojos.
Así, la segunda palabra que el poeta le regaló a su poema fue "volar".
Cuando los labios del chico esbozaron la palabra, el fantasma decidió que le buscaría tantas palabras como árboles había en el mundo, y que haría que las escribiera todas, para mostrarle cada día lo que significaba para él.
A esa segunda palabra, le siguieron muchas. Cientos. Miles. El poeta señalaba escenas, escenas llenas de poesía, y su poema particular sacaba una palabra. No siempre la acertada, no siempre la que el fantasma hubiera usado, porque, ¡Oh, cuántas palabras se perdían entre la mente y el papel! ¡Cuántas se quedaban, quedaron y quedarán justo a la altura del codo, cayendo en un pozo tan oscuro que parece que nunca vayan a salir!
Pero las palabras del muchacho, aquellas que se deslizaban por el brazo y llegaban a buen puerto hasta ser trazadas en papel, eran tan reales y verdaderas como cualquier otra palabra que se haya dicho nunca.
Y con cada palabra, el poeta intentaba explicarle a su poema que era la poesía. Que era el amor.
Y así, poeta y poema rellenaron un libro.
Un tarde de finales de agosto, el poeta consiguió que su poema escribiera la última palabra de una frase casi tan hermosa como su sonrisa. Por fin, el fantasma pudo escuchar a su adorado poema pronunciar la primera palabra que jamás le regaló. Y lo hizo con tanto anhelo, con tanta razón, que el poeta casi no pudo soportar el deseo de besar sus labios. Pero resistió, y se odió por ello. Y decidió que al día siguiente lo intentaría. Intentaría aparecerse ante él. Le diría que todos los poemas del libro eran un regalo, para él. Y entonces, sí, entonces le besaría. Y el poeta pasó allí, en aquella plaza, toda la noche. Imaginando una y otra vez el sabor de los labios del joven y el sonido de su risa resonando en sus oídos.
Al día siguiente, el muchacho no volvió. Bécquer esperó todo el día, y después toda la noche. Y él no apareció.
No volvió a verlo hasta una semana después. Y entonces no iba solo.
El fantasma distinguió su pelo mucho antes de entrar en la plaza. Podría haber reconocido cualquier parte de él en cualquier sitio. Lo que no reconocía era a la chica que se sentaba frente a él.
Era hermosa. No demasiado, no en exceso. Si hubiera tenido que describirla en una sola palabra, esa habría sido juventud. Cabellos color carbón y ojos oscuros, rasgos femeninos y delicados. El fantasma no se atrevió a mirar a su poema, por miedo a verla a ella reflejada en sus ojos.
Fue por boca de ella que se enteró el muerto de que todas aquellas horas muertas en la plaza, leyendo y empapándose de poesía, todos aquellos días, escribiendo un libro con todo lo que significaba la poesía, habían sido para ella. Ese libro, había sido el regalo que su poema le había dado a aquella chica para declararse.
Ella, por supuesto, le besó.
Y aunque los muertos no odian a los vivos, en el momento en que su poema le devolvió el beso, llenándolo con todo aquello que el poeta amaba de él, sorpresa, pasión, alegría, ambición... el fantasma sintió cómo la propia poesía se escapaba de entre sus dedos. Y odió a aquella chica. La odió con un odio tan intenso, que si su rabia y dolor hubiera sido algo tan mundano y tangible como el agua, habría inundado mil ciudades y sepultado mil reinos enteros. Pero como no lo era, aquella pareja solo notó una ligera brisa.
La odió, y la maldijo. Y aún la odia, y aún la maldice, por enseñarle lo estúpido que fue una vez al enamorarse de estar vivo.
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