Salí a la calle y estaba sola. Miré el reloj. Marcaba las dos
de la tarde y la última vez que vi a mis padres fue ayer por la mañana, cuando
se marchaban a la oficina. Mi hermano y yo nos fuimos a la cama tranquilos,
sabiendo que podía haber ocurrido un atasco en la autovía y por eso nuestros
padres se retrasaban.
Esta mañana todavía estaban fuera, y mi hermano se empezó a
preocupar. “Puede que estén en un viaje de negocios y no les hallamos escuchado
cuando lo dijeron”, le contesté yo, quizás porque no quería creer que les había
pasado algo, aunque sabía que la ropa y los cepillos de dientes estaban en su
sitio. Intenté llamarles al móvil, pero la línea estaba ocupada.
No había comida en el frigorífico, tan solo un bote de
mayonesa, así que esperamos a que llamasen o a que llegasen a casa, no estoy
segura de por qué esperé tanto tiempo para irme al supermercado.
Era extraño que no hubiese gente en la calle a esta hora,
sobre todo tratándose de la calle Miguel Moya, tan cerca de la Gran Vía. Cuando
llegué al supermercado, vi que estaba abierto, pero que no había nadie, ni
siquiera el cajero.
En ese momento tuve un mal presentimiento y corrí a casa.
Grité el nombre de mi hermano, le pregunté dónde se escondía, que por qué me
gastaba estas bromas. Pero nadie me contestó.
Cuando di por sentado que estaba sola en casa y tenía la
garganta destrozada, quise beber un vaso de agua, pero no había agua corriente.
Todo esto era muy raro. A lo mejor me había vuelto loca. A lo mejor esto era un
mal sueño, muy vívido, y solo tenía que esperar a despertarme. En cuyo caso
podía pasear un poco por las calles de Madrid y disfrutar del silencio.
En la terraza del bar de la esquina, un café y una galleta a
medio comer contemplaban el vacío de la ciudad. Cuando entré en el bar no había
nadie. Se me ocurrió que podía probar la capacidad de mi subconsciente
explorando la cocina. Cogí un paquete de patatillas para matar el hambre y una
Coca-Cola de la despensa. Cuando decidí irme a otro lugar menos aburrido, vi
una persona en la barra. Me acerqué al desconocido, y cuando miré a sus ojos
pude ver como en un espejo mi propio miedo y ansiedad.
Me di cuenta de que esto no era una pesadilla. Era la
realidad. Y no volvería a ver a mi hermano, ni a mis amigas, ni a mi familia.
Sentí que el suelo se acercaba peligrosamente rápido hacia mi cara, y aunque
los brazos del hombre me sostuvieron, todo se volvió oscuro.
1 comentario:
Es muy interesante, me gustaría leer la "novela entera"...
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