Y ahí estáis los dos, ella en el suelo, y tú, tú contemplando tu mano, todavía sin saber muy bien si eso que acabas de ver ha ocurrido realmente. Levantas la vista, sabes que te cuesta, pero aún así, lo haces. Piensas que esa escena te duele más a ti que a ella, pero no tienes en cuenta la última lágrima de esperanza que dibuja su amoratada mejilla, antes perfecta, ahora, simplemente, amoratada. No puede dirigir su mirada a ti, tan solo se mantiene inmóvil contra la pared sosteniendo su delicado rostro hacia un punto infinito, ella tampoco sabe que creer, sin embargo, los dos compartís un pensamiento en este momento, jamás pensaríais que esto ocurriría. Este mismo pensamiento es el que os paraliza en el tiempo, los minutos pasan pero para ti son segundos, y seguís en la misma situación, ella en el suelo y tú, tú ahora la miras, tu mirada es fría, inexpresiva, sientes que ardes por dentro, pero intentas no hacer ninguna mueca de dolor, ante todo debes ser fuerte, ella no debe verte débil ¿no es así? Cuán equivocado estás, como pretendes, aún viéndola tan frágil, tan indefensa, refugiada en la fría madera del suelo , seguir imponiendo tu ley, maldito hipócrita que eres capaz de dañar a tan perfecta creación, no sólo porque sea mujer, sino porque es persona, como tú. Ves como por su labio superior se resbala una gota carmín en la que te ves reflejado, tú y toda tu ira, ira que te ha conducido a tu propia perdición, pues jamás volverás a sentirte cómodo, jamás volverás a mirar igual a tu reflejo y lo más importante, jamás volverá a quererte como te quiso pues ya no podrá. Percibes como se va muriendo por dentro, cómo se van consumiendo todas sus ilusiones, de eso ya no queda nada, oyes poco a poco como se desvanece su sonido de vida en el tiempo, como se pierde en la angustia de esa dolorosa escena, pumpum pumpum… y ahí se van, sus últimos latidos de alegría, ahí se van.
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