Cuatro de la mañana. Como todas las noches desde hace una semana, despierto, intranquilo, mi respiración es entrecortada, pero rápida, agobiada, me falta aire para calmar mi ansiedad, noto como se encogen y se abren mis pulmones tratando de aspirar todo lo posible hasta saciar su apetito. La presión en los senos me taladra sin piedad hasta lo más profundo del cráneo, puede parecer doloroso, lo cierto es que, realmente, lo es, pero creo que empiezo a acostumbrarme. Cuando cada noche de madrugada experimentas las mismas sensaciones sin remedio alguno, ni forma de calmar la ansiedad, descubres que la única cura viable es la resignación. Lo aceptas, sabes que te lo mereces, es un castigo que, en el fondo, necesitas para calmar tu culpabilidad. Hasta que logres superarlo, algo que desconoces cuando podrá tener cabida, pues lo ves lejano, inalcanzable, eres consciente de que tus noches se limitan a ver cómo te consumes en tu propio dolor y permaneces en vela hasta la mañana siguiente. Por lo que ahí sigo. Mis ojos, agotados, pero incansables, deambulan por el techo buscando, quizá, alguna justificación a mi gran error, pero es la misma historia de siempre, es un buscar y un no encontrar, es una esperanza desesperanzadora, una tormenta de preguntas y una sequía de respuestas, algo habitual que, sin embargo, no se puede cambiar y se repite y seguirá repitiendo hasta quién sabe cuándo.
Bajo la mirada hacia la ventana, parece que ayer decidí traerme unos recuerdos de tan fastuosa noche: tres botellines y una bolsa medio vacía de pastillas se apoyan sobre los restos de lo que antes eran mis proyectos y deseos del futuro, mis bocetos sobre el complejo urbanístico que hasta hace poco era el eje de mis motivaciones y aspiraciones laborales en esta vida, ahora, todo eso, ya da igual. Los vicios han desgastado mis últimas fuerzas de perseguir las metas que iban a marcar una vida exitosa y gratificante, alejada de todo lo que yo antes llamaba perdiciones y ahora se han convertido en mi día a día o mejor dicho, en mi noche a noche.
Hoy es una noche dura de invierno. Noto como el despiadado frío se abraza a mi cuerpo buscando calor que apagar, a pesar de estar cubierto por infinitud de gruesas mantas, siento cómo cada parte de mi cuerpo se estremece ante una traviesa brisa que parece haberse colado por algún resquicio de la ventana. Me encojo. El astuto invierno no conseguirá arrebatarme todo mi calor, mas parece que tal frío no es efecto de esta implacable estación, pues el termómetro no baja de los 18 grados. Los recuerdos también son gélidos, devastadores, logran erizar todo el vello de mi cuerpo, se me entumecen las extremidades, quedando reducido a una débil e indefensa víctima del pasado. En ninguna ocasión anterior mis pesadillas habían logrado dominarme de tal modo, bloqueando mis pensamientos, mis reacciones, simplemente estaba inmóvil, eso sí, las imágenes de aquella noche no dejaban de pasar una tras otra:
Tres y media de la mañana. Parece que el ambiente no decaerá hasta pasadas unas horas más. A pesar de ello, nos apetece cambiar de escenario. Recorremos tambaleándonos el breve camino que nos separa de mi coche dejando atrás el ruido, las luces y la locura de la astuta noche que nos envuelve en, lo que para quien yo menos desearía será, la última velada nocturna. Me cuesta avanzar, mi mente tan solo visualiza el capó del coche en la lejanía, ansiada y única meta en este preciso momento. La penumbra de la oscuridad nos envuelve a mí y a Victoria. Ella se muestra incansablemente risueña, a pesar de la cantidad de sustancias que pueden estar recorriendo sus venas y arterias en estos momentos, ella parece moverse con la misma gracilidad con que lo hace en estado sobrio y entero. Sin dejar de sonreír y balancearse de un lado a otro alrededor de mi coche, se ofrece a ir al volante alegando que evidentemente me hallo en un estado más deplorable que el suyo; no me opongo pues he de reconocer que si ni siquiera soy capaz de desplazarme 150 metros con su envidiable gracia y compostura, dudo que pueda manejar tal tonelaje de maquinaria sobre ruedas apenas un kilómetro la mitad de bien de lo que ella podría hacerlo a lo largo de todo el recorrido, por lo que me limito a asentir, le lanzo las llaves por encima del vehículo y me dispongo a ser conducido a nuestro próximo destino ocupando el asiento del copiloto. Oigo el rugir del motor despertar de su gélido y profundo sueño. El duro asfalto avanza bajo los sumisos neumáticos mientras que las juguetonas rayas de la carretera pasan unas tras otras, como si se persiguieran y trataran de alcanzar a la anterior. Noto que Victoria decide trasladar la música ya perdida del local al interior del coche conectando la radio, a la par que tararea las canciones con un escandaloso murmullo. Miro el reloj, las cuatro de la mañana. A fuera, la noche es cerrada, la luz de la Luna se muestra casi imperceptible, alumbra tan solo lo suficiente como para atisbar siluetas a menos de 5 metros. Quizá fue eso, o quizá no, lo que nos condujo a tan amarga fortuna. Levanto la mirada perezosa, recorriendo el salpicadero, desde el felpudo hasta la luna frontal y trato de visualizar la imagen que se esconde tras la oscuridad del cristal, cuando me ciega una luz que se dirige directamente hacia nosotros. Tan solo tres segundos que se convierten en un largo minuto, tres segundos en los que ninguno reacciona ante los hechos de los que ya no hay forma alguna de escapar, tres segundos en los que nuestras miradas se cruzan y se dicen todo lo que llevan años sin decirse, tres segundos en los que percibo el pánico que marca el latir rotundo de nuestros corazones, tres segundos para decir adiós. La luz inunda el interior de nuestras plazas y a partir de ese momento el ruido se vuelve sordo y la imagen, blanca.
¿Qué hacer cuando sabes que estás cometiendo un error, cuando estás tomando el camino equivocado y aún así eres incapaz de cambiar el rumbo de tu vida? Detenerte. Detenerte para reflexionar. Porque nunca es tarde para darnos cuenta de los errores, lo importante es precisamente eso, ser inconformistas y críticos, ansiar los cambios, desear las mejoras, porque la resignación no es una opción. Si hay algo que he aprendido es que prefiero perder un minuto en la vida, que la vida en un minuto. Por lo que, detente.
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