Siempre recordaré el día en el que el guardia me llevó a conocer el hielo.
Mi última noche pasaba en una celda, solo, absorto, estremecido y cagado.
Mi vida, intensa pero fugaz, acabaría mañana al canto de los gallos.
¿De que ha servido mi lucha, si las tierras son del que las ha robado?
Mi nombre adopta el de cobarde al decir: “que miedo me da la muerte con sangre, que miedo me da el hijo que tan pobre dejo y la mujer viuda que tan sola abandono”.
Es por eso que intento, sin ninguna respuesta, dormir: intentando evadirme de lo que dejo de vivir; de que muero por la libertad; de que en este mundo solo se conoce la palabra paz de nombre, y no de realidad.
Y me encuentro hoy, en esta celda, ausente de paz y libertad, de orgullo y dignidad.
Pero el mejor recuerdo que llevaré a la tumba será morir con la cara pintada del color de la Paz, por la cual he luchado.
La gran oscuridad de la noche, su negro velo levanta. Mi hora, inevitablemente llega. Los nervios alteran mi cordura.
Al rato, unas botas el paso firme van dando. Se acercan a la celda donde he pasado la última noche de mi vida. Se abre la puerta. Me ponen los grilletes y por el corredor me arrastran. Salimos a la calle. Las primeras luces del amanecer se han instalado en el lúgubre paisaje.
Allí, en el patio, las armas esperan tranquilas, ya que la vida de otro más aniquilan.
El hielo esta ahí. Me atan al mástil, y allí me dejan esperando a la parca.
Se retiran los guardias…
Primera orden: ¡Carguen armas!
El sonido de mi fin se acerca...
Segunda orden: ¡Apunten!
Los fusiles se ríen, sedientos de sangre roja.
Tercera y última orden: ¡Fuego!
Los gallos cantan a las primeras luces del alba.
Original de Eduardo G. Igualada
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