Julián era una persona vivaracha, de tez
morena y de facciones afiladas, siempre me había parecido un elfo con esas orejas
alargadas. Él era quien me mantenía vivo, pero él no se daba cuenta de que
existía, ni siquiera de lo tanto que lo quería. Cuando la luz se desvanecía, en
colores cálidos y vívidos, dejaba de existir, me iba con la luz a un lugar del
que no volvía hasta que amanecía.
Hasta que un día…
Aparecí a su lado, pero no estaba en
casa, sino en el coche, tosiendo y encogido de dolor, su madre iba conduciendo
frenéticamente con la cara llena de angustia. Su padre, en cambio, iba atrás
con Julián, con su cabeza apoyada en su regazo hablándole con cariño y
cuidándole.
La luz del quirófano iluminaba el cuerpo dormido
de Julián, los cirujanos y las enfermeras estaban operándole de urgencia con
rapidez y soltura. - Todo va a salir bien – pensé con el corazón encogido de
tristeza deseando poder abrazarlo.
Estuvo tres semanas en el hospital,
varias enfermeras venían cada día a atender sus necesidades, pero había una en
particular que se notaba que a Julián le hacía feliz. Siempre que venía,
depende del tiempo que tenía, le contaba un chiste o una historia, cuando
terminaba, la cara de Julián se colmaba con una sonrisa preciosa rematada con unos
ojos azul cielo. Él, cuando se aburría, miraba por la ventana, deseando volver
a salir afuera una vez más, deseando tocar la hierba recién regada con sus pies
descalzos, deseando volver a ver a sus amigos ya que ninguno de ellos había venido
a visitarlo. Un día, sus latidos empezaron a bajar de frecuencia
estrepitosamente, su respiración se volvió más ronca y más lenta. Julián
lloraba torpemente, su llanto se interrumpía con dolorosos tosidos, los cuales
hacían que llorara con más fuerza debido a la sensación de ahogo. Pulsaba el
botón como un loco gritando como podía para llamar a las enfermeras. Dos de
ellas entraron en la sala con oxígeno para llevárselo al quirófano, dónde
volvería a ser operado a corazón abierto.
Los médicos se alejaron de la camilla con
caras tristes y agotadas tras nueve horas de operación. Una sonrisa tímida
debida a la anestesia se asomaba en la pálida cara de Julián, - ni siquiera en
los peores momentos se le borraba la sonrisa – pensé con melancolía. Y yo me
volvía más y más transparente, hasta que oí un pitido constante, y sin más,
desaparecí.
A partir de ahora su sombra le
acompañaría para siempre.