No siento las piernas. El corazón
me late tan deprisa que su pulso es un zumbido en mis oídos. Siento que mis
pies se mueven, pero no por orden mía. No puedo respirar, noto una presión en
el pecho que hace que no pueda inhalar, por lo que jadeo, y eso me consume más
energía. La cuesta es muy empinada, y por más que lo intento nunca llego a la
cima. Una voz de hombre severa, enfadada, me exige que siga hacia adelante.
Mas no me rindo. Entre jadeo y
jadeo pienso que debo seguir, que no puedo tirar la toalla. En el camino hay
una chinita que me hace tropezar. Me caigo, pero me pongo lo más rápido que
puedo con las fuerzas que me quedan en pie. Lo veo todo borroso. Continúo
corriendo a tientas.
Ya no siento nada. EL corazón, la
respiración, el calor, todo lo percibo como si fuera un sueño, y me maravillo
ante esta sensación. Me distraigo y vuelvo a caerme. El asfalto arde por el sol
que lo ha calentado durante todo el día. Apoyo las manos en el suelo, después
las rodillas y consigo ponerme en pie.
La boca me sabe a sangre, y me
pregunto: “¿Qué estoy haciendo?”. No entiendo por qué me he estado esforzando
tanto. Paro. Me encuentro mareada, todo me da vueltas. Subo la cabeza y veo a
ese hombre gordo, que subió la cuesta en moto y no entiende qué me pasa y me
grita una última cosa antes de alejarse. Débil. Tú no sirves. Esas palabras
caen en mí como un mazo. Cierro los ojos y todo es blanco. No soy consciente
del ruido del motor del vehículo, que me deja sola en una carretera fantasma.
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