El relato que deseo relatar, tiene su inicio en mi colegio, un Viernes no muy lejano.
Salí de él y emprendí el camino a mi casa. Tras ese paseo tan manido por mis cansados pies, llegué a mi morada, abrí la puerta, y mi perro como siempre, celebró mi llegada (parecía la típica fiesta sorpresa que “tanto alegra y sorprende al festejado”).
Entré en mi habitación, vacié la mochila y me puse a leer mi libro de Gabriel García Márquez.
Estaba tan inmerso leyendo a ese autor, que no presté la menor atención a la llegada de mi madre.
Iba cargada como una mula, llena de bolsas de la compra (como todos los viernes) y repitiendo una y otra vez que no la ayudaba. Pasé literalmente de ella.
Mi madre, estaba en la cocina vaciando las bolsas llenas de alimentos, como si una guerra mundial acechara cual águila depredadora.
Yo seguía inmerso en mi libro.
Al rato oí a mi madre diciéndole a mi padre, quien se encontraba en el despacho, que había comprados dos bogavantes vivos y que como prefería que los hiciera.
Al oír eso, quedé anonadado: Iban a matar a unos pobres crustáceos, que jamás conocerían a sus hijos, jamás podrían disfrutar de la vida, que nunca serían felices…
Serían devorados por unos carnívoros sedientos de sangre marina.
Dejé mi libro, y emprendí el camino hacia el despacho donde los cromañones se encontraban:
- En serio vas a matar a unos pobres bichitos que de nada tienen la culpa de vuestro insaciable apetito…
- Hijo si ya están casi muertos, solo hay que meterlos en el congelador y esperar que se mueran. Luego se mete el cuchillo y se parten por la mitad y… a la plancha; si están muy bueno.
Me dieron ganas de vomitar, sentí como la bilis ascendía por mi esófago… ¿Por que mi madre había sido tan explícita?
Yo seguía pensando que no me los comería aunque me obligaran…
Al final no nos los cenamos. Me fui a la cama y dormí placidamente mientras los crustáceos esperaban su irremediable ejecución.
A la mañana siguiente, como siempre antes de estudiar, fui a coger una Cocacola. Cuando abrí la nevera, vi a los dos bogavantes. Uno, parecía ya completamente muerto, pero el otro aunque estuviera inmóvil, su ojo acusador seguía cada movimiento que hacía; lo pasé realmente mal.
Como tenía hambre me dije: “Voy a comer algo” y fui, como es normal, directo al embutido. Entonces, cuando estaba abriendo el jamón imagine a un pobre cerdo al que habían dejado sin patas para ser devoradas por esta sociedad de animales carnívoros.
Metí el jamón en la nevera, miré con cara sonriente al pobre e indefenso bogavante y cogí unos pepinillos.
Ya era la hora de empezar a preparar la comida. Mi madre se metió en la cocina y empezó con la masacre de los bogavantes, como más adelante coronaríamos.
Días después me reconoció que lo paso realmente mal matándoles, ya que uno no estaba del todo muerto cuando le clavó el cuchillo y retorció sus inmensas pinzas. Me sentí satisfecho de que las hubiera pasado “canutas” y me prometió que jamás volvería a comprar animales vivos.
Aun así mis padres se comieron los dos bogavantes, uno cada uno, reconozco que tenían una pinta exquisita, pero no los probé. Me negué.
Mi madre me propuso platos alternativos, pero en todos ellos estaba como personaje principal un animal vilmente asesinado.
Mi padre, tras alguno de sus potentes y odiosos gritos me obligó a comer un filete. Me sentí fatal, obligado a hacer algo contra mi voluntad, sentí que en vez de vivir en una democracia, habíamos vuelto al franquismo: ¡Que horror!
Estuve mucho tiempo enfadado con ese cromañón que se hace llamar padre.
Reconozco que sigo comiendo carne, pescado y demás animalillos, pero siempre que puedo le evito.