Nevada, EEUU, 1922, 11:40 de
la mañana. El silencio del desértico paisaje fue perturbado por el ruido
metálico de un motor. De nuevo, silencio. La puerta del automóvil se abrió. La
potente luz del sol atravesó el cristal, proyectando ambiguos reflejos en la
tierra. Un pie pisó la árida carretera, y después de unos segundos de los que
parecía un momento de reflexión, se irguió un hombre, cuyo rostro desfigurado
por el humo del cigarrillo que fumaba daba el porte de alguien seguro de sí mismo.
Una leve brisa acompañada de un periódico le hizo reaccionar, haciendo que se
agachara a recoger el papel que se había quedado pegado en el bajo de su
pantalón de lana. Escudriñó las emborronadas letras con desdén. De pronto,
apretó la mandíbula con cierta ira contenida y el cigarro se precipitó empujado
por el viento unos metros más atrás. Fijó su mirada en el desdibujado
horizonte, en donde sus ojos se perdieron en busca de alguna razón que le
explicara por qué estaba allí. Una gota de sudor le bailó por la frente. Se
retiró el fedora y lo tiró al interior del coche junto al periódico,
descubriendo su engominado y brillante pelo. Un instintivo movimiento de brazo
perfiló su cabeza fijando aún más la raya del peinado. Aprovechando el
movimiento, se llevó la mano al costado, desabrochó difícilmente el botón de su
americana y con suavidad tanteó el interior, comprobando que su revólver seguía
donde lo había colocado horas antes. Sacó la mano y con unos reflejos felinos,
la frotó con un pañuelo intentando esconder algo que no quería recordar. Estaba
manchada de sangre. ¿Herido o quizás implicado en una causa que hace unos años
creía justa? Retiró la mirada de su mano, resoplando y limpiando con fuerza la
punta de sus dedos. Frunció el entrecejo, forzando la vista, haciendo como que
ya estaba acostumbrado a hacer eso. Introdujo un pie en el automóvil y
seguidamente su cuerpo, dejándolo reposar en el asiento del piloto. Cerró la
puerta y arrancó el motor, al tiempo que encendía la radio. La voz del locutor
resonó en el coche y lo que parecía un partido de los New York Yankees le hizo
sonreír sutilmente. Aceleró. Escasos segundos más tarde, abrió ligeramente la
ventanilla y una bocanada de aire caldeó el interior del coche. Sacó al
exterior la mano izquierda y dejó resbalar el pañuelo manchado de sangre de
entre sus dedos, que salió disparado en dirección opuesta y cayó en el centro
de la carretera. La voz de la radio se volvía menos comprensible conforme se
alejaba hasta que fue completamente silenciada por el ruido del vendaval que
estaba por venir.
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