Cuando la conocí, algo en sus ojos llamó mi atención. Eran
fríos, pero en ellos brillaba una pequeña llama, escondida detrás de la muralla
que representaban aquellos dos ojos miel. Tenía que haber alguna manera de devolverle
el calor, del que estoy segura, había gozado aquella mirada tiempo atrás.
Con el paso de los meses, esos ojos cambiaban
constantemente, generalmente eran fríos como el día que los observé por primera
vez, pero había ocasiones que, durante unos segundos, el brillo volvía,
intenso, gritando para que alguien se fijara en él y acabara con el reino
helado que se le había impuesto.
Tenía que haber una llave capaz de abrir esa helada
cerradura, y así era, la encontré cuando menos la esperaba, era una pequeña
llave oxidada escondida entre los libros de aquella imponente estantería que
reinaba en el piso. Cuando tomé la pequeña llave un torrente de emociones
invadió completamente mi ser, recuerdos de algo hermoso destruidos por una
oleada de dolor, de ese tipo de dolor que te hace querer gritar, del que hace
que un millón de lágrimas recorran libres tus ojos, bajando por las mejillas
perdiéndose por el cuello.
¿era esto el responsable del reino helado de aquella mirada?
Obtuve mi respuesta por su expresión cuando vio la llave en mi mano, una mezcla
de miedo, alegría, vulnerabilidad y enfado surcó ese hermoso rostro al que yo
adoraba mirar.
Desde ese instante nos prometí a ambos cuidar aquella llave
como merecía ser cuidada, poco a poco la calidez se volvió la característica
principal de ella. Sus gestos, antes tensos, ahora eran una agradable brisa de
verano y su sonrisa, esa sonrisa, iluminaba cualquier estancia.
Nunca más me separé de esa llave, sigue oxidada, pero tengo
la sensación de que es un óxido del tiempo, de las sensaciones, de lo vivido.
La llave cuelga de mi cuello atada con un pequeño hilo de terciopelo rojo,
recordándome con su frío tacto mi promesa.