martes, 12 de marzo de 2019

"El mayor tesoro" de Sara Fisac



    “Todo está relacionado”. Eso es lo que me repito mientras corro por unos pasillos que se cierran a mi paso. Yo formaba parte de una expedición a unas pirámides encontradas en Egipto. Se trataba de una exploración relacionada con un papiro encontrado hacía más de un siglo, el papiro de Rhind, redactado por el escriba egipcio Ahmès, en el que se habla del número Pi, pero que gira en torno a 3,16 y no al 3,14. Yo no soy científica ni matemática, pero cuando me dijeron que necesitaban a una exploradora sin miedo a lo desconocido y apasionada por el misterioso mundo egipcio, no dudé en aceptar.  Una vez allí, mientras estábamos entre aquellas grandes piedras, la humedad y el olor a cerrado, me pareció ver una silueta que cruzaba la cámara, pero como nadie más pareció verla pensé que la oscuridad me había jugado una mala pasada y no le di más importancia. Volví a mirar a la pared y me quedé maravillada, pues donde antes no había nada, ahora estaba llena de inscripciones. Reconocí el número Pi y me acerqué más, nunca lo había visto de una manera tan bonita, a pesar de la poca iluminación. Vi círculos, esferas y circunferencias, y supuse que las operaciones estaban destinadas a averiguar la superficie, el volumen y la longitud. Aún maravillada me giré para avisar a mis compañeros, pero no había nadie. Extrañada, pues no les había oído marcharse, di unos pasos con la antorcha refulgiendo. Entonces vi una sombra desaparecer en una esquina, a un par de metros. Esperanzada y un tanto aliviada, me dirigí hacia ella. Al principio mis pasos eran normales, pero al ver que no alcanzaba al dueño de aquella sombra, mis pasos se volvieron rápidos. Seguí aquella silueta y al sonido de sus pisadas por incontables pasillos, pero al ver que no bajaba su velocidad, alcé mi voz, llamándola. Entonces los pasos cesaron, y me encontré sola en la oscuridad, acompañada tan solo del sonido de mi respiración. Me acerqué a la pared de mi espalda y busqué algo que me pudiese dar una pista de dónde me encontraba. Estaba llena del número Pi y de operaciones que nunca antes había visto. Recordé que Pi era la relación entre el perímetro de la base y el doble de la altura de la pirámide de Keops, y me pregunté si aquello tendría algo que ver. Conseguí descifrar una oración y resultó ser la misma que había en el papiro de 1650 a.C. Era gratificante, pues había encontrado lo que andábamos buscando, pero ese éxito se veía empañado por el hecho de que no lograba encontrar a mis compañeros.     Yo vagaba por los pasillos, doblando esquinas, e intentando encontrar el camino de regreso o a mis compañeros, cuando vi a alguien en medio de uno de aquellos corredores, dándome la espalda. La figura se giró y me sorprendí, parecía un niño. Le pregunté que qué estaba haciendo allí, pero no me contestó y se quedó mirándome. Entonces yo también le miré y me fijé por primera vez en su ropa, parecía un faraón de pequeño. De improviso el niño rió, su sonrisa pareció iluminar la estancia, y aún riendo el niño comenzó a correr. Yo sin saber muy bien que hacer, le seguí, él aumentó la velocidad, asegurándose de que le seguía. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que se detuvo frente a una bifurcación del camino. Señaló la primera y dijo “salida”, después señaló la segunda y no dijo nada, tan solo me miró. Yo no sabía que hacer, uno me devolvía la libertad y el otro tan solo lo desconocido. Me planteé
salir de allí, pero entonces supe que me arrepentiría el resto de mi vida... Así que miré a aquel pequeño faraón, y señalé el segundo camino. El niño sonrió, y mis labios se curvaron hacia arriba, devolviéndole la sonrisa. Entonces él comenzó a dar pequeños saltitos adentrándonos en aquella galería, según andábamos las antorchas colgadas de las paredes se fueron encendiendo, revelando dibujos y más inscripciones. El niño se detuvo frente a una gran puerta con Pi en ella. Entonces rozó la puerta con los dedos y esta se abrió. Dijo “tesoro” y tras una última sonrisa desapareció, y de nuevo me quedé sola. Entré en una estancia amplia, en la que las paredes estaban cubiertas de papiros y de pergaminos. Cogí el más cercano, y lo abrí. Mis ojos se encontraron entonces con indescifrables caracteres que lentamente fueron cambiando hasta que pude entenderlos. Y entonces todo encajó en mi mente. Aquel pergamino que mis manos sujetaban completaban el primero que encontraron en 1855. Hablaba de Pi, de sus propiedades, de que era un número trascendental, irracional y de que tal vez pudiese tratarse de un número universal. Comprendí que el mayor tesoro es el conocimiento y que eso era lo que el niño trataba de decirme.  Oí un ruido y noté como temblaba el suelo. Arena comenzó a caerme desde el techo y asustada guardé el pergamino en un bolsillo junto con un pequeño objeto que había debajo. Salí corriendo, y en cuanto crucé el umbral, se cerró la puerta con un gran estruendo. Y aquí estoy ahora, corriendo para ver la luz del sol, mientras los pasillos se cierran y lo techos se derrumban. Me dirijo hacia el tercer pasillo, que está a catorce pasos de mí. Cuando llego al cruce veo al fin la luz y con mis últimas fuerzas logro salir al exterior, antes de que se derrumbe a mi espalda. Mientras aún estoy intentando recobrar el aliento oigo voces y cuando levanto la vista veo a mis compañeros, sanos y salvos, que me miran sorprendidos. Nadie excepto yo, sabe que ocurrió aquel día en realidad, pues tras meses de investigación tan solo se encontró el pergamino que guardé y aquel pequeño medallón. No conté lo que vi porque nadie me creería, pero siempre guardaré en mi memoria a aquel niño que me enseñó cuál es el mayor tesoro.



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