El viento agitaba las velas del barco mientras la
tripulación ultimaba los detalles. Me encontraba en la cubierta del barco
observando las olas que mecían la embarcación y escuchando los graznidos de las
gaviotas. Saqué un pequeño cuaderno, mi diario, y anoté: “Año 1295, yo Marco
Polo, voy a iniciar el viaje de vuelta a mi ciudad natal, Venecia.” Levanté la
mirada al oír que levantaban la pasarela del navío y volví a guardar el diario
en mi bolsa.
Miré por última vez el paisaje. Iba a echarlo de
menos. China se extendía ante mí, el lugar en el que había vivido tres años
como gobernador, Yangzhou no se encontraba muy lejos. Era mediodía y esa misma
mañana me había despedido de Kublai Kan, emperador de Mongolia y China, al que había
servido veintitrés años. En el barco llevaba algunos productos originarios de
la misma China, como por ejemplo, papel, pólvora, seda y algunos perfumes.
Aunque me sentía triste por abandonar el país, también me alegraba porque iba a
regresar a Venecia.
Esa misma noche
en mi pequeño camarote, estuve leyendo el diario en el que anotaba todo de mis
viajes. Aún recuerdo cuando mi padre me lo trajo, hace ya muchos años, de un
viaje que hizo a China. Después de eso, recuerdo que me llevó con él y con mi
tío Maffeo por la Ruta de la Seda, en 1271. Y allí me encontraba, sentado en
una estrecha cama, leyendo bajo la luz de una vela las páginas que una vez yo
mismo escribí.
El día
siguiente amaneció nublado y a media mañana se levantó un fuerte viento que,
acompañado de una lluvia torrencial, sacudían el barco como si fuese una
cáscara de nuez. El capitán gritaba órdenes a la tripulación, cuando un cabo
que se encontraba a mi izquierda se soltó. El cabo me golpeó y me tiró al
suelo, pero rápidamente me puse en pie y me abalancé sobre él. Lo agarré y por
la fricción me quemé las manos. Haciendo un terrible esfuerzo logré ponerlo de
nuevo en su sitio. Las manos me ardían. El agua lo empapaba todo y dificultaba
la visión. Las olas eran tan altas como el barco y chocaban contra él con furia. A lo lejos se
oían truenos, pero no consiguieron silenciar un grito de puro terror que se
elevó en el aire. Me giré y busqué a mi alrededor el origen de aquel bramido.
De repente oí mas gritos, pero ahora pedían ayuda. Con una fría certeza
atenazando mi corazón, me asomé al borde. Y allí estaba, un pobre marinero,
aferrándose como podía a un saliente de la madera. Estiré mis brazos con
intención de cogerle y fue como si el tiempo se parase. Ahí estaba él, a punto
de caerse, y yo, intentando evitarlo. Conseguí agarrarle del antebrazo y tirar
de él. Su peso estuvo a punto de arrastrarme con él a las negras profundidades
del mar. Planté bien los pies en el resbaladizo suelo y tiré hacia mí. Una mano
se asomó, seguida del brazo y del cuerpo. Finalmente pasó una pierna por encima
del borde y después la otra, y con un golpe sordo cayó al suelo. Yo no sabía si
en realidad le había salvado o si en ese viaje íbamos a perecer todos bajo las
aguas. Pero al parecer, todavía no había llegado nuestra hora, porque muy poco
a poco, el enfurecido mar se fue calmando, la lluvia cesó y el cielo comenzó a
despejarse. El los siguientes días tuvimos un buen clima. Y aunque no se lo
confesé a nadie, nunca en mi vida había estado tan asustado como en aquel
tormentoso día.
Tras varias
semanas de viaje, finalmente llegamos a Venecia y desembarcamos. Resulta que
mientras había estado ausente, Venecia había entrado en guerra con la República
de Génova. Así que me convertí en capitán de una galera veneciana y luché en la
batalla que se enfrentó a la flota de Génova. En dicha batalla fui apresado y
encarcelado por los genoveses. Esto ocurrió alrededor de 1298. No sé por qué,
pero lo que más me entristeció fue que me desprendí de mi diario. El cuaderno
que me regaló mi padre, todas mis aventuras por Asia, todos mis pensamientos y
mis conocimientos plasmados en él... Y lo más probable fue que en esos
instantes estuviesen destruidos y perdidos para siempre. Cuando por fin creía
que estaba solo en mi celda, pensando que nadie me oía, me desahogué y dije en
voz alta todo lo que me preocupaba, lo de mis viajes y mi cuaderno. Pero en
realidad no estaba tan solo como creía. El escritor Rustichello de Pisa también
estaba encarcelado conmigo y al parecer consideró que mis viajes eran muy
interesantes y decidió escribir un libro sobre ellos. Me preguntó si podía
contarle mis vivencias y él las iría anotando. Superada la vergüenza inicial de
haberme dado cuenta de que alguien sí que me escuchaba, acepté. Y me alegré,
porque así no todo mi esfuerzo de escribir un diario habría sido en vano. Nos
pasábamos los días enteros hablando y escribiendo un libro basado en mi antiguo
diario.
Hasta el día que me liberaron en 1299 estuve
narrándole mis viajes y mis aventuras y recordando los buenos momentos que
pasé. El tiempo que pasé encerrado se me pasó volando. Cuando me liberaron, yo
rápidamente busqué trabajo como mercader, porque lo había sido toda mi vida y
mi padre y mi tío también. Gracias a eso me volví rico y me convertí en miembro del Gran Consejo de la
República de Venecia. Un día mientras caminaba distraído casi me choqué con una
mujer. Debía de ser muy hermosa si no fuera porque estaba llorando. Le pregunté
su nombre y me lo dijo. Su nombre era Donata Badoer, y era una noble a la que
su familia presionaba para casarse. Ese día lo pasamos juntos, la consolé y de
ahí nació una bella historia de amor.
Me casé con
ella, aunque perdió su rango al casarse conmigo, y tuve tres preciosas hijas:
Fantina, Moreta y Belella. Juntos formamos una familia. Por las noches les
contaba a mis hijas las aventuras de mis viajes. Ellas me miraban con los ojos
muy abiertos y las bocas entreabiertas de la incredulidad. Con la inocencia de
la niñez y la curiosidad siempre presente, me hacían todo tipo de preguntas
sobre los lugares en los que había estado y sobre las personas que había
conocido. Y yo siempre las contestaba como si de una historia fantástica se
tratase.
Y aquí estoy
ahora, en 1324, tumbado en mi cama rodeado de mis seres queridos, recordando
las cosas por las que pasé. Como suelen decir, cuando estás a punto de morir,
ves la vida pasar ante tus ojos. Una tos me sacude y cierro los ojos,
respirando trabajosamente. Recuerdo aquel viaje de vuelta a Venecia en el que
esquivamos a la muerte por muy poco. Y aunque allí logramos ver un nuevo día,
sé que a todos nos llega nuestra hora, pero por extraño que suene no estoy asustado.
Noto frío en mi mejilla y cuando abro los ojos la veo ante mí. Me sonríe y me
dice que ya es mi turno, que tome su mano y que deje este mundo. Le devuelvo la
sonrisa y tomo su mano, y en cuanto la toco una sensación de tranquilidad llena
mi cuerpo. Mientras el frío se extiende y se nubla mi vista, veo allí a mis
hijas. Quiero decirles que no lloren, que no se preocupen por mí, que yo estoy
bien, pero no puedo. Así que lo último que veo, antes de que la oscuridad me
envuelva con sus fríos brazos, es el rostro de las personas que más quiero.