El mensaje era claro, conciso y letal.
-No insistas –decía.
- ¿Cómo que no insista? ¿Quieres que me quede parada ante la posibilidad de que mi libro no se publique? Don Howard no sea incrédulo, llevo trabajando en esta novela ¡trece años! Claro que insistiré – Noah no cabía en sí de rabia.
- No, cálmate, te digo que los costes de impresión son muy caros. El señor Howard…
- Pues arréglelo, es su trabajo.
- ¡No es mi trabajo, que yo no soy el señor Howard! Soy su secretario.
- L… lo sien… siento, me he equivocado – Noah quería morirse de la vergüenza.
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