Era una calurosa tarde de verano cuando mis padres y yo decidimos ir al campo y disfrutar de la naturaleza. Ya montados en el coche mi padre arrancó y en eso de una media hora ya nos encontrábamos en el parking de la montaña. Nada más bajar cogimos la comida y nos pusimos a pasear. El camino estaba repleto de preciosas flores en su máximo esplendor, no faltando alguna que estaba marchitada. También, pasamos por encima de un rio a través de un tronco de madera que habría sido puesto por otra persona años atrás. Finalmente llegamos al camping y nos dispusimos a comer. Después de haber disfrutado de ese maravilloso sándwich hecho por mi madre, decidí ir al río y pasar el rato tirando piedras al agua. Cuando llegué busqué las piedras más finas para realizar el llamado “salto de la rana” con estas. En ese momento me fijé que había algo extraño en el agua. Al principio me dio miedo y se me pasó por la cabeza alejarme, pero decidí cogerlo. Cuando lo tenía entre mis manos noté que tenía un gran peso, por lo que tuve que tirar con fuerza. Al sacarlo me llevé una gran sorpresa, puesto que se trataba de una pieza de oro oxidado con forma circular con el paso del tiempo y la corrosión del agua. Rápidamente fui hasta el camping y se lo enseñé a mis padres. Mi padre, que era profesor de historia mee lo pidió. En ese momento se puso a observarlo detenidamente y después de un breve tiempo de intriga me desveló que era. ¡Se trataba de la mismísima corona de Isabela Católica! Mi padre lleno de alegría me dijo que se trataba de una pieza histórica de España por lo que teníamos que entregarla a cualquier museo. En primer momento me lleve una decepción pero por otro lado me sentí afortunado de haberla encontrado yo. Ya pasada la tarde volvimos a casa y decidimos entregarla al día siguiente. Finalmente, fui acompañado por mi padre y la corona hasta el museo. Allí, entregué la corona y me dieron un pequeño diploma como compensación. Fue una experiencia muy divertida.
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