Lo primero que pensé cuando pisé tierra firme fue en la gran locura que estaba cometiendo. También pensé en que quizás la nota que había dejado en el comedor de casa esperando a que mi madre la encontrara, no había sido la mejor forma de despedirme de ella. Pero, la verdad, es que cuando di con lo que tanto había estado buscando, lo reconsideré y, sí., todo había merecido la pena. Encontré al tesoro que tanto ansiaba hallar; a mi abuelo.
No resultó tan fácil como cuentan las películas. Desde que llegué a esa isla, todo fueron obstáculos. Para empezar, cuando arribé me invadió una sensación de histeria. Llovía, era de noche y no alcanzaba ver más allá de mis narices. Decidí que no debía cundir el pánico, así que busqué un refugio y me prometí a mi misma que, una vez me despertará y tuviera las ideas más claras, me pondría en marcha. Ahora que estoy de nuevo en casa, suspiro aliviada, pero recuerdo esos días como el reto más grande al que me he enfrentado. Aun así, mi suerte cambió cuando, un día, mientras investigaba la isla, me topé con una aldea indígena. Al principio me costó comunicarme con ellos, pero, finalmente, optaron para darme cobijo y algo de comer. Un día se me ocurrió preguntarles por mi abuelo, un hombre entrado en años, con gafas y muy inteligente.
Para mi sorpresa, la respuesta fue positiva. También me contaron que, aunque no sabían la ubicación exacta, vivía en una cabaña cerca de unas enormes cascadas. Aproximadamente, cada tres meses visitaba la aldea, en busca de comida y, a cambio, contaba increíbles historias que él mismo había protagonizado a lo largo de su estancia en la isla. Me resultó tan emocionante oír hablar de él que casi inmediatamente salí en su búsqueda, a pesar de las advertencias de la gente del poblado acerca de los peligros de la selva. Después de dos semanas y media sin éxito alguno regresé abatida a la aldea. Entonces decidí que sería mejor esperarle allí, pues aparecía en un mes supuestamente. Y así fue. Con más arrugas y más canas que antes de desaparecer, pero, al fin y al cabo, mi abuelo.
Nos pusimos al día. Me confesó que puso rumbo a alguna isla desconocida cinco años antes con el único objetivo de descubrir algo más allá de la ciudad en que vivía.
Y, entonces, admitió que quizás ya era hora de volver a casa. Con la ayuda de la tan generosa población de la aldea construimos una barca muy resistente y, tras despedirnos, zarpamos.
Cuando llegamos a España fuimos recibidos con alegría e incertidumbre por nuestra familia. Y entonces fui consciente de que no solo había encontrado el tesoro que estaba buscando, sino que, además, iba a poder disfrutar de él para el resto de su apasionante vida.
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