Los
altos hombres del norte, la mayoría de rostro triste y expresión cansada,
avanzaban sin descanso hasta su destino, la colina más elevada del vado del Àznol,
un río de gran caudal que nacía en las raíces mismas de las montañas. Algunos
traían largas lanzas, otros llevaban enormes escudos y uno de ellos, sólo uno
de ellos, portaba un estandarte en el que se podía distinguir la figura de un
pájaro. Por el lado contrario, llegaban algunos jinetes arqueros dispuestos
para la batalla, cubiertos por unas aparatosas mantas color crema, seguramente
destinadas al camuflaje en el desierto, lo que les serviría de realmente poco
en ese ambiente de frío y viento huracanado. No obstante, algunos intentaban
poner tiendas y otros incluso pretendían encender hogueras, sin resultado
alguno. Ambos bandos, aliados durante largo tiempo atrás y también en esta
guerra, se preparaban para lo que probablemente sería el fin de muchos de ellos:
la guerra contra Ellas. Nadie se atrevía a decir su nombre. Eran criaturas
misteriosas, de origen incierto, que salían de las cuevas más oscuras y
profundas de las montañas. El líder de los hombres, conocido como Rásalar, ya
había presenciado una batalla contra estas criaturas en la que perdió, en otras
cosas, a su padre, Mésalar el Alto, y a su abuelo, Rey eterno de la gente
libre.
Rásalar veía la muerte acercarse cuando se
acercaban Ellas. Tenía miedo y sentía que solo un milagro podía salvarle, pero
no quería transmitirles esas sensaciones a sus tropas, inconscientes del peligro
que se aproximaba. La batalla se preveía para dos días más adelante, pero estas
infames criaturas habían acelerado el ritmo para pillarles por sorpresa, y lo
habían conseguido. Los hombres esperaban refuerzos del este, unos dos mil
guerreros más, pero tardarían en llegar debido a las malas condiciones
meteorológicas.
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